El canto de un alma poética…

Derecho de admisión


– Yo voy a la iglesia a mirar culos. No, no me mires así, Héctor, no esperés que yo sea como uno de esos mojigatos que te adulan cada fin de semana, hablando en el más pulcro de los lenguajes de nuestra subcultura, para después irse de bruces a lo largo de la semana, insultando hasta al pobre perro.

– Es que se suponía que hablaríamos de tu vida sentimental y me venís con este sincericidio, hermano, que no sé qué decirte. Supongo que puedo llamarte hermano, ¿no?

– Sos gracioso cuando te lo proponés, eh. Así están las cosas y si querías una charla de hombre a hombre, no te me sonrojés por cuestiones tan naturales como ésta.

– Por lo menos, no lo digas con tanta soltura, que no estamos solos en este café. Digamos que más de alguno debe aquí saber que soy el pastor de la Comunidad de la Fe Verdadera, y vos hablándome tan sueltamente como si estuviéramos en el bar de la esquina, papá.

– Pero es que ustedes con su tan bien mentada “sana doctrina”, se olvidan de vivir con los pies en el barro, y a mí no me convencen mucho con esa impostura de santulones que tienen detrás del púlpito cuando en la Biblia misma leo que Elías era sujeto a pasiones como la de cualquier hijo de vecino. «Se te escapa la tortuga», diría el Diego.

– Y entonces, ¿qué me querés decir, Horacio? ¿Tengo que fomentar desde el púlpito la contemplación de traseros…

– ¡Culos! Yo no dije traseros.

– … como algo totalmente natural? ¡Por favor!

– Vos hacé lo que quieras con tus sermones, porque parece que no te das cuenta de esa dicotomía que hay entre lo que hablás y lo que se vive. Pretendés ser más puro que Dios mismo, al parecer… O asexuado como una medusa, no sé. No quieras que yo sea tu monaguillo, y tampoco olvides que los curas y las monjas tienen sus historias que contar.

– Y para qué metés a los católicos en esta charla que tiene como tema tu vida sentimental, hasta donde tengo entendido…

– Claro, como si cada vez que predicaras no me vinieras con el modelo de vida de tipos como Job, Moisés, San Francisco de Asís y los Beatles. ¿Vamos a hablar en serio, o tendremos una de esas tantas charlas insípidas a las que debés estar tan acostumbrado? Vos sabés bien que yo no soy un improvisado y se me hace que te asusta lo que pueda haber detrás de mi degustación de culos…

– ¡Por favor, viejo, un poquito más de recato!

– ¿Qué tiene de malo, decime? Hay toda una cuestión metafísica detrás de esta idea que me gustaría llegar a comprenderla.

– ¿De qué estás hablando ahora?

– De culos, ¿de qué va a ser? Por qué te creés que nos gustan tanto. ¿Cuál es la utilidad, y por qué la mirada se dirige primero al culo y después a los ojos?

– Me estás haciendo sentir como testigo falso. No sé si te diste cuenta. ¿Quién me manda a interesarme por tus asuntos del “corazón”?

– Dejame adivinar… Tu esposa Rosa, en un momento de ocio, te miró a la cara y te dijo: Viejo, ¿no se te hace raro que Horacio siga soltero?

– ¿Quién te dijo?

– Volvamos sobre el tema, mejor, pastor.

– Tengo unas ganas de irme y olvidarme de todos tus dramas…

– Lo mismo me pasa a mí muchas veces cuando te escucho monologar como un delirante sobre cosas que no tienen pies ni cabeza. Bienvenido al planeta de la realidad cotidiana; no soy el único que va a la iglesia a mirar culos.

– O sea que ya hay una especie de club de los miratraseros.

– ¡Culos! ¡CULOS! ¿Por qué te cuesta tanto decirlo Héctor?

– Bueno, entonces el club de los que mira anos.

– Ay, Dios, no te me pongas en difícil: Ano es el término anatómico que designa al final del sistema digestivo. Es el extremo de ese saludable tubito, pero en ningún modo es lo que atrae las miradas masculinas hacía ese fenómeno del cuerpo femenino que si hubiera que explicarlo, no sabríamos ni el por qué de la admiración que le tributamos.

– Disculpen, señores, pero quiero informarles que a pedido de la clientela, rogamos que el tono de su conversación sea un poco más respetuoso. Gracias.

– Por supuesto, señorita, descuide…

– ¿Pedido de la clientela? Pero, ¿a quién se le ocurre? Hay tres mesas locas ocupadas y por lo que veo somos todos bastante grandecitos.

– Por favor, señor, le hago ese sólo pedido.

– Es un delirio, bella dama. Estamos hablando de asuntos muy profundos aquí.

– Algo pude escuchar, no se preocupe.

– ¿O sea que usted escucha las conversaciones de los clientes aquí?

– No dije eso, señor.

– ¿Cómo se llama, señorita?

– Beatriz.

– ¿Qué hace hoy después de su trabajo, Beatriz?

– ¡Horacio, por el amor de Dios!

– No, a lugar… ¿Reitero la pregunta, Beatriz?

– Me viene a buscar mi novio señor.

– Vaya, vaya… Lo sospeché desde un principio. ¿Fue esa mina de la mesa de ahí la que realizó la denuncia, verdad?

– ¡Horacio!

– Me parece que sí por la cara con la que nos ha estado mirando. ¡Tanto drama por el culo, como si no fuera que se esmera en resaltar el propio!

– ¿Estás hablando de mí, pedazo de desvergonzado?

– Diría que sí, señora; no veo la razón de tanto alarde por algo tan cotidiano y ordinario. Se supone que si usted está aquí es porque a lo largo de su genealogía, hubo quienes se dejaron llevar por una mirada.

– ¡Grosero malnacido! Y, señorita, para su información.

– No he sido yo el desubicado que hasta aquí insulta, y ya que estamos, aprovecho para felicitarla por el que lleva a cuestas. Muy lindo.

– No te permito que te dirijas de ese modo a mi chica, infeliz. Ubicate.

– Vos a mí no me impedís o permitís nada, pajarón. No hagás que afuera te desacomode a trompadas esa corbata prolijita que llevás.

– Horacio querido, calmate, fiera. Terminás pareciendo loco; menos mal que se dio vuelta a lo suyo la dama…

– Sólo era eso lo que tenía por decirle, señores. Disculpen.

– Descuide, señorita, y discúlpenos usted, por favor.

– ¡El recato del reverendo! Disculpe al grosero éste… ¿Cómo se lleva con su novio, Beatriz? ¿Lo conoce hace mucho?

– Lo quiero mucho.

– ¡Pobrecito!

– Auch. Lo A-M-O. ¿Así está bien?

– Mientras a él con eso lo conforme… Oiga, Beatriz, el estruendo de las risotadas de los chicos en la mesa del fondo. ¿Supongo que irá a retarlos también, no?

– Con su permiso.

– ¡Suyo! Por qué sos tan conflictivo, Horacio. Parecés de pronto un salvaje recién llegado de la selva.

– Vos y tu status quo Héctor. La chica de la mesa de al lado tiene un problema muy diferente al de tener que soportar una charla como la nuestra que es de lo más natural en los tiempos que corren. Esa misma chica, esta tarde, se sentará frente al televisor a escuchar los chimentos de Rial y compañía, y no se quejará en absoluto ante un lenguaje mucho más soez que el mío. Yo hablo del culo (y lo digo despacito, así ya no se asustan) en ese sentido metafísico del que te hablaba. Del misterio que hay detrás de esa idealización. Mirá la bronca que tiene la mesera, que fue a descargarse con las cucharitas ahí detrás de la barra. Y en todo caso, todavía ni empezamos con el meollo del asunto, aunque los incidentes sirvan a modo de ilustración del comportamiento humano.

– ¿Qué?

– A veces me pregunto cómo es que no leés adecuadamente la Biblia y parecieras pulular por sus páginas superficialmente sin llegar al quid de la cuestión, Héctor. Digamos que no por casualidad, hasta las chicas de la iglesia se ocupan inocentemente de resaltar las curvas que ostentan y vaya que hay cada una que como que te dijera al pasar meneándolo delante de tus narices, “atrevete a no prestarle atención a esto”.

– Y, entonces, ¿qué relación hay entre mis lecturas de la Biblia y el vestuario de las jóvenes?

– Jóvenes, y no tanto.

– ¡Qué observador que sos!

– No me vengas con que nunca dirigiste la mirada a uno de los tantos culos que han desfilado por la Comunidad de la Fe Verdadera… Tu mirada lo dice todo, querido pastor.

– Tengo esposa y estoy felizmente casado.

– Pero si vamos al caso, tendrías que haberte arrancado más de alguna vez el ojo travieso que todos llevamos por la vida. Pero hasta donde tengo entendido, sólo un santo en la historia llegó a castrarse pensando que con eso erradicaba el deseo que después perduró en él. A eso viene el dilema de los curas y monjas; y te digo que creo un poco más en ellas que en ellos. Nosotros en cambio, vivimos manchando de un negruzco manto a todo lo que tenga que ver con el sexo y lo seguimos teniendo como el gran tabú, mientras nos desgarramos las vestiduras cada vez que escuchamos las barbaridades que suceden a diario, porque no es sencillo de aplacar ese lado bestial. Muchos menos con perogrulladas religiosas que son apenas una cáscara.

– ¿Estás enamorado de alguien?

– Ja, ja, ja… Vos y todo ese sistema que se esmeran en verme “asentar cabeza” y terminar en el altar jurando amor y fidelidad perpetuas a la primera que se me cruce en el camino, ¿verdad?

– Yo vine acá a hablar de vos y de lo que te pasa…

– Y yo vine a contarte que voy a la iglesia a mirar culitos y te me escandalizás. No, no hemos formado el club de los miratujes, pero hay que aprender a mirar por debajo de las máscaras de cada domingo mi estimado pastor.

– Me resulta interesante tu aporte, aunque no esperes que yo vaya a tomar por asalto el púlpito para difundir la nueva doctrina sobre el comportamiento de los hombres en la iglesia. Me parece que hay que guardar las formas, por más que yo tolere esta clase de diálogos que me toma justamente por asalto. Valga la redundancia. La Biblia, querido hermano, nos habla de que huyamos de la fornicación; que no adulteremos y que aprendamos a vivir en santidad. No te olvides de eso. No me vengas con tu apología de la libre mirada, porque por los ojos es que ingresa mucho de lo que nos forma.

– Tiene usted toda la razón, y lo digo en serio, pero el contexto en el que estamos inmersos lleva a que te replanteés seriamente tu forma de educar. No siento que estemos a la vanguardia en materia de principios morales y aunque tengamos la mirada condenatoria o indiferente hacia las chicas que un buen día llegan con un bebé creciéndoles en la panza, digamos que el lobo no siempre está en el bosque.

– Reconozco que son temas candentes y que no es fácil tratarlos, pero…

– Si hacemos un recorrido por la historia bíblica, te vas a dar cuenta de que Dios mismo trata al sexo de un modo mucho más natural de lo que lo hacemos en la iglesia. Hay páginas de la Biblia que tendrían que estar condicionadas para mayores de 18. Y menos mal que en general, los cristianos leen tanto las Escrituras como vos mirás a Tinelli, porque sería mucho más serio si te vinieran con este tipo de planteos multiplicado por la cantidad de miembros en plena comunión de tu iglesia.

– Me estás haciendo sentir un enajenado, hasta en tu mención del popular conductor de televisión.

– Ese degenerado es el que educa los hogares argentinos con su imbecilidad y adolescencia crónica, y muchos de tus miembros que en su vida pensarán hacer como corresponde una mesa familiar en torno a los valores cristianos y la lectura bíblica, están muy al tanto de los concursachos esos que hace el “periodista deportivo” en pro del rating.

– Y vos con tu costumbre eclesiástica parecés estar mucho más del lado de Tinelli y compañía que del nuestro.

– El tipo es bueno en explotar los bajos instintos y el argentino medio, sabemos, que tiene algo así como un pedo en la cabeza. Mirar culos, sostengo, que es de lo más cotidiano en la vida del ser humano, por muy santo que te creas. De ahí al Show, ya la cosa toma ribetes de la más baja perversión. Pero es lo que educa a las masas, mientras en la iglesia, sexualidad es una mala palabra; y ni hablar de culos.

– Sigo sin entender mucho, adónde querés llegar.

– Yo tampoco tengo todavía el norte con precisión, pero soy de observar mucho. Estamos hablando de mi vida sentimental, supuestamente, y así como cada fin de semana me lavás la cabeza con el ejemplo de la fe de Abraham, Moisés, Sansón, David, Daniel y sus tres amigos, digamos que también hubo en muchos de ellos un costado gris que a veces llegaba al negro directo.

– Sí, es cierto. La vida de los héroes de la fe no está idealizada en las Escrituras.

– Imaginate lo que sería si un día llegás a la iglesia y anunciás algo así como que tu amada esposa te encontró en más de una ocasión mirándole el culo a la empleada doméstica y en un arrebato de vaya-a-saber-qué, te manda un día a que atiendas a la sirvienta, sexualmente…

– ¡Horacio! ¿Vos no te has hecho ver por algún especialista?

– ¡Pastor, por favor! Continúo con la idea: después de la aventura sexual con la empleada, le anunciás a la iglesia que el pastor va a ser padre, pero que por caprichos de la pastora, la madre será la empleada de la casa. ¿Ves que ya me entendiste la idea?

– Abraham y Agar. No sé qué decirte.

– Vos hablás del Rey David y de su adoración, y etcétera, pero nunca reparás en que jamás le perdonarías el ministerio a un tipo que paseándose un día por su terraza, se queda mirándole el culo a la vecina, que está casada con un hermano de menor jerarquía y como yo soy el pastor de la iglesia, venga hermanita que quiero tener una charla con usted, que deriva en el embarazo por adulterio de la esposa del que está misionando por los pueblos de la Patagonia demasiados meses ha, como para que a la mujer se le ande creciendo la barriga, y ya que estamos, como para adornar de alguna manera la anécdota, mando al muere al pobre misionero y termino quedándome con la vecina.

– Vos sos pervertido hasta para leer la Biblia, Horacio. Me sorprendés.

– Estamos hablando acá de la diferencia que hay en el trato que se le da a semejante asunto en nuestra liturgia, cuando la Biblia tiene mucho más que decir al respecto, y entonces, yo que estoy como Elías por la vida, te plasmo el dilema de por qué la mayoría de nosotros andamos casi como por la misma avenida, con diferencias que podrían de verdad espantarte, porque a la pastora Rosa se le da por averiguar sobre la vida sentimental de una de sus ovejas, mientras se da por sentado que las ovejas casadas están viviendo el idilio del amor; etcétera.

– O sea que sabés algo sobre alguna historia en particular…

– No seas cabeza de pollo, Héctor. Hablo de hombres, así como la Biblia nos relata la historia de Lot con sus hijas, Sansón y sus filisteas, Oseas y su prostituta, El Cantar de los Cantares, que tiene un tono que mejor ni te cuento. Si lo tenés en el relato, ¿por qué vivís como si tus ovejitas fueran la excepción a la regla? Me extraña que tenga sentado frente mío al mismo hombre que cada domingo se sale de sus casillas hablando hasta por los codos y que acá parece no conjugar más de dos oraciones juntas.

– Es la primera vez que me salen con semejante enredadera, en vez de decirme, pastor, me gusta la hermana fulanita y me gustaría acercarme a ella y que me dé un consejo…

– Pobre de mí si viniera con eso. ¿Así hacés con tus mojigatos?

– Más respeto por tus hermanos. No seas insolente con ellos, Horacio. No veo a qué querés llegar con esta teoría tuya de los cu… erpos.

– A la enredadera que tienen ustedes, los pastores, con los asuntos de la vida, porque viven en un termo. ¡Ni siquiera saben leer la Biblia más allá de sus religiosos paradigmas!

– Vaya educación la mía hoy aquí, sentado junto al gurú de las miradas. No me estarán gastando una fechoría al estilo cámara oculta, ¿no?

– Doy por descontado de que nunca te detuviste a considerar el por qué hay detalles tan explícitos en la Palabra de Dios.

– Estás en lo cierto, Chaparrón.

– No se te ocurrió nunca pensar en una historia contemporánea similar a la vida de Jacob o la samaritana.

– ¿Qué tienen de raro?

– Me extraña-araña. Tío Labán, me gusta mucho tu hija pastora, Raquel. Ok; te la vendo; me laburás unos siete años, y es tuya Juan. Me parece perfecto tío-suegro. Ya cumplí con lo pactado; noche de arreglar los números, suegro-tío. Me parece perfecto, tomémonos unas copas de vino. Che, suegro, la que pasó la noche conmigo fue Lea, no Raquel. Uy, disculpá, se me pasó avisarte que la costumbre acá es casar a la mayor primero, pero si te gusta tanto el culito de Raquel, te lo vendo.

– Voy entendiendo: poligamia. Pero vivimos en una cultura que la condena.

– Aparentemente, pero por alguna razón los hombres terminan dando vueltas por más de una pollera, a pesar de haberse casado.

– ¿Me querés decir que se te antoja un harén, Rayid?

– Me dijiste algo así como que estabas felizmente casado. Se me hace verso, como cada vez que alguien enfatiza “amada”, para referirse a la esposa a la que no parece demostrarle mucho amor como para usar el epíteto. Pero volviendo a Jacob, hay algo más que sólo poligamia: las dos hermanas y su feroz competencia sexual, usando de paso a sus respectivas sirvientas. Creo que más de una vez los predicadores que leen mucho la Biblia han soñado con el idilio Jacobino. ¿Será que todo responde simplemente a la multiplicación de la tribu? ¿El fin justifica los medios?

– Seguimos dando vueltas por distintas historias, Horacio, sin llegar a abordar lo que te está pasando a vos en tus sentimientos. ¿Me vas a decir finalmente qué es lo que se esconde detrás de todo este análisis tuyo?

– Yo estoy muy bien, Héctor. No tengo complejos del corazón como para que se preocupen así, aunque tampoco soy de madera. Hace unas semanas, caí en las garras de una hermanita que fue muy astuta para seducirme y la pasamos bien, pero al otro día todo quedó acordado como si nos hubiéramos encontrado en la cola de un supermercado. Me vino con que sería interesante conocernos un poco más, que esa noche no tenía planes, que yo le resultaba interesante y misterioso y zas…

– Fue con Gabriela, ¿verdad?

– Qué chismoso que sos cuando te lo proponés.

– Es Gabriela Martin, ¿si o no?

– No sé, Héctor, no le pedí los documentos, ni tampoco tengo el gusto de conocer a su progenitor.

– Entonces, toco y me voy. Ya fue. Una noche de fuego y nada más. ¿Te parece bien? Venís cuestionando todo el sistema litúrgico que intentamos llevar adelante, pero como quien no quiere la cosa, andás intimando con las jóvenes de la iglesia como si nada.

– Te aseguro que fui todo un José, más de una vez, pero tampoco soy Sansón, viste.

– No es el tipo de conducta que necesitamos en la iglesia y desde el vamos, pienso que ir a la iglesia sólo pensando en mujeres, no nos hace mirar con buenos ojos el futuro, Horacio.

– Pero digamos que con la santa indiferencia que le dispensan al asunto, no vamos a salir del laberinto a fuerza de sermones tan poco aprovechables.

– Y por eso te has dedicado a escudriñar las Escrituras como para aplacar la conciencia. No veo en qué te beneficie la forma de vida que llevás, por muy mal que esté el sistema que te rodea.

– Trato de descifrar el mensaje de Dios, que es mucho más complejo de lo que han interpretado ustedes, homilética y hermeneúticamente. No te olvides que por una mujer, Adán renunció al privilegio de seguir su plena comunión con Dios.

– ¿Quién te dijo eso? ¿De dónde lo sacaste?

– No me vengas con que todavía no te enteraste que cuando el Génesis habla de que Adán conoció a su mujer, no es que se la presentaron, mucho gusto, ¿cómo andás?

– Sos un caso muy complejo, Horacio, ¿por qué me tuvo que tocar a mí tenerte?

– ¡Cosas dice, pastor! Fuiste muy valioso en la vida de mi familia. Nos ayudaste mucho en los momentos más críticos de la familia, y lo sabés; te lo agradeceré toda la vida, pero, para mis asuntos íntimos, venís a ser como Pedro Picapiedra, cappisci?

 

– …

– No te me pongas melancólico ahora, pero se me hace que no tenés idea que en el diccionario de la lengua española hay un término misterioso que tiene mucho que ver con la Biblia…

– ¿Cuál término?

– Onanismo.

Juan-José-Paso.

– Ja, ja… ¡ja! A Onán, ¿lo tenés?

– ¿Adónde iremos a parar ahora?

– Génesis 38. ¿Más pistas?

– ¿José, otra vez?

– Tibio, tibio… Te van a vomitar, pastor. Judá, Tamar, Er, Onán, Sela.

– Ya veo, más o menos, para dónde querés ir, Horacio. Cortala.

– Si yo fuera Judá y termino embarazando a mi nuera, ¿cómo me tratarías en la iglesia? ¿Me aceptarías? ¿Tendría yo ministerio?

– No sé, Horacio. Lo único que sé es que no sos Judá, gracias a Dios.

– ¿Qué necesidad tenía Dios de valerse de esos medios?

– Horacio, ¿estás enamorado?

– Hasta hace un ratito, me había ilusionado con la mesera, pero vos escuchaste, ¿no?

– Válgame el cielo, pibe. Vos.

– Te das cuenta que ni siquiera te interesaste en preguntar sobre ese misterioso término del diccionario.

– Me dan miedo tus cuestionamientos, ovejita negra de mi corazón.

– ¿Te das cuenta que estás desactualizado? Sos peor que un Windows 3.11

– No sé qué sea esa cosa, pero seguirá preocupándonos tu salud espiritual y emocional, Horacio.

– Eso se aprecia, querido rabí.

– ¿Vas a seguir yendo a la iglesia? Ya suficiente por hoy nuestra sesión…

– Mirá lo histérico que había sido Mr. Corbata-prolija. ¡Salir así haciendo ese escándalo!

– Dejalos tranquilos con sus dramas. Se me hace que fuiste el cizañero de la historia, hermano.

– No se haga mala sangre, señorita, no hay mal que por bien no venga.

– ¡Es un imbécil!

– No recurra a calificativos redundantes. Venga a compartir con nosotros la mesa y relájese del mal trago.

– ¡Horacio, no seas caradura, viejo!

– En serio, se lo digo. La invito y de paso, le presento a mi estimado amigo aquí.

– Me llamo Karen, gracias por la deferencia después del papelón de hace rato.

– Yo soy Horacio, y mi amigo es el pastor de la Comunidad de la Fe Verdadera, Héctor Villegas.

– He oído hablar de su iglesia, pastor, mucho gusto.

– El gusto es mío Karen. Espero que le hayan hablado bien.

– Sólo rumores que circulan, pero buenos. No se preocupe.

– Me parece una excelente ocasión para invitarte a una reunión. Me haría muy bien tu compañía, a menos que el fulano… no sé, bueno.

– Lo conocí el sábado pasado en Grisú. Ya se las daba de mi dueño, el papanatas. Oh, disculpe, pastor…

– Pierda cuidado Karen, hoy fue un día de alto voltaje para mí.

– Entonces, ¿te gustaría acompañarme a una reunión, Karen?

– ¿Se supone que me llevarías para mirarme el trasero? Ups, perdón, pastor Villegas, pero…

– Te sentarías a mi lado, no adelante. Héctor, ¿no era que ya te ibas?

– Eso me proponía, pero me da no sé qué dejar a esta noble señorita en tus garras. Pero, eso sí, me encantaría verla en la iglesia, Karen. Adhiero a la invitación con todo gusto.

– Me daría mucho gusto asistir. Hay algo en ustedes como magnético, o no sé.

– Entonces, sí, ahora me voy y, en verdad, a pesar de la charla nuestra, valió la pena este encuentro. Con su permiso. Horacio, portate bien, vos. Karen, ha sido grato conocerla.

– Sí, papá.

– Lo mismo digo, pastor: Hasta el domingo, creo.

– Andá tranquilo, Héctor, yo me ocupo de la cuenta.

– ¡Creo en milagros! Adiós.

– Adiós.

– Cómo me gustaría tener a alguien de confianza como para hablarle así como se los escuchaba a ustedes. ¿Hace mucho se conocen?

– Es muy larga la historia. Si te parece, te voy adelantando algo mientras caminamos un poco.

– Pensé que aprovecharíamos para conversar al menos unos minutos acá.

– Pensá lo que quieras, Karen. Hoy es mi día libre y lo que dicte tu imaginación, a mí me parecerá interesante; no tengo apuros.

– ¿Y cómo es eso de que vas a la iglesia sólo a mirar culos?

– Hablá más despacio que la clientela es susceptible y te pueden aplicar el derecho de admisión.

©07/09/2012 MJP – San Carlos de Bariloche, Argentina

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