El canto de un alma poética…

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Derecho de admisión


– Yo voy a la iglesia a mirar culos. No, no me mires así, Héctor, no esperés que yo sea como uno de esos mojigatos que te adulan cada fin de semana, hablando en el más pulcro de los lenguajes de nuestra subcultura, para después irse de bruces a lo largo de la semana, insultando hasta al pobre perro.

– Es que se suponía que hablaríamos de tu vida sentimental y me venís con este sincericidio, hermano, que no sé qué decirte. Supongo que puedo llamarte hermano, ¿no?

– Sos gracioso cuando te lo proponés, eh. Así están las cosas y si querías una charla de hombre a hombre, no te me sonrojés por cuestiones tan naturales como ésta.

– Por lo menos, no lo digas con tanta soltura, que no estamos solos en este café. Digamos que más de alguno debe aquí saber que soy el pastor de la Comunidad de la Fe Verdadera, y vos hablándome tan sueltamente como si estuviéramos en el bar de la esquina, papá.

– Pero es que ustedes con su tan bien mentada “sana doctrina”, se olvidan de vivir con los pies en el barro, y a mí no me convencen mucho con esa impostura de santulones que tienen detrás del púlpito cuando en la Biblia misma leo que Elías era sujeto a pasiones como la de cualquier hijo de vecino. «Se te escapa la tortuga», diría el Diego.

– Y entonces, ¿qué me querés decir, Horacio? ¿Tengo que fomentar desde el púlpito la contemplación de traseros…

– ¡Culos! Yo no dije traseros.

– … como algo totalmente natural? ¡Por favor!

– Vos hacé lo que quieras con tus sermones, porque parece que no te das cuenta de esa dicotomía que hay entre lo que hablás y lo que se vive. Pretendés ser más puro que Dios mismo, al parecer… O asexuado como una medusa, no sé. No quieras que yo sea tu monaguillo, y tampoco olvides que los curas y las monjas tienen sus historias que contar.

– Y para qué metés a los católicos en esta charla que tiene como tema tu vida sentimental, hasta donde tengo entendido…

– Claro, como si cada vez que predicaras no me vinieras con el modelo de vida de tipos como Job, Moisés, San Francisco de Asís y los Beatles. ¿Vamos a hablar en serio, o tendremos una de esas tantas charlas insípidas a las que debés estar tan acostumbrado? Vos sabés bien que yo no soy un improvisado y se me hace que te asusta lo que pueda haber detrás de mi degustación de culos…

– ¡Por favor, viejo, un poquito más de recato!

– ¿Qué tiene de malo, decime? Hay toda una cuestión metafísica detrás de esta idea que me gustaría llegar a comprenderla.

– ¿De qué estás hablando ahora?

– De culos, ¿de qué va a ser? Por qué te creés que nos gustan tanto. ¿Cuál es la utilidad, y por qué la mirada se dirige primero al culo y después a los ojos?

– Me estás haciendo sentir como testigo falso. No sé si te diste cuenta. ¿Quién me manda a interesarme por tus asuntos del “corazón”?

– Dejame adivinar… Tu esposa Rosa, en un momento de ocio, te miró a la cara y te dijo: Viejo, ¿no se te hace raro que Horacio siga soltero?

– ¿Quién te dijo?

– Volvamos sobre el tema, mejor, pastor.

– Tengo unas ganas de irme y olvidarme de todos tus dramas…

– Lo mismo me pasa a mí muchas veces cuando te escucho monologar como un delirante sobre cosas que no tienen pies ni cabeza. Bienvenido al planeta de la realidad cotidiana; no soy el único que va a la iglesia a mirar culos.

– O sea que ya hay una especie de club de los miratraseros.

– ¡Culos! ¡CULOS! ¿Por qué te cuesta tanto decirlo Héctor?

– Bueno, entonces el club de los que mira anos.

– Ay, Dios, no te me pongas en difícil: Ano es el término anatómico que designa al final del sistema digestivo. Es el extremo de ese saludable tubito, pero en ningún modo es lo que atrae las miradas masculinas hacía ese fenómeno del cuerpo femenino que si hubiera que explicarlo, no sabríamos ni el por qué de la admiración que le tributamos.

– Disculpen, señores, pero quiero informarles que a pedido de la clientela, rogamos que el tono de su conversación sea un poco más respetuoso. Gracias.

– Por supuesto, señorita, descuide…

– ¿Pedido de la clientela? Pero, ¿a quién se le ocurre? Hay tres mesas locas ocupadas y por lo que veo somos todos bastante grandecitos.

– Por favor, señor, le hago ese sólo pedido.

– Es un delirio, bella dama. Estamos hablando de asuntos muy profundos aquí.

– Algo pude escuchar, no se preocupe.

– ¿O sea que usted escucha las conversaciones de los clientes aquí?

– No dije eso, señor.

– ¿Cómo se llama, señorita?

– Beatriz.

– ¿Qué hace hoy después de su trabajo, Beatriz?

– ¡Horacio, por el amor de Dios!

– No, a lugar… ¿Reitero la pregunta, Beatriz?

– Me viene a buscar mi novio señor.

– Vaya, vaya… Lo sospeché desde un principio. ¿Fue esa mina de la mesa de ahí la que realizó la denuncia, verdad?

– ¡Horacio!

– Me parece que sí por la cara con la que nos ha estado mirando. ¡Tanto drama por el culo, como si no fuera que se esmera en resaltar el propio!

– ¿Estás hablando de mí, pedazo de desvergonzado?

– Diría que sí, señora; no veo la razón de tanto alarde por algo tan cotidiano y ordinario. Se supone que si usted está aquí es porque a lo largo de su genealogía, hubo quienes se dejaron llevar por una mirada.

– ¡Grosero malnacido! Y, señorita, para su información.

– No he sido yo el desubicado que hasta aquí insulta, y ya que estamos, aprovecho para felicitarla por el que lleva a cuestas. Muy lindo.

– No te permito que te dirijas de ese modo a mi chica, infeliz. Ubicate.

– Vos a mí no me impedís o permitís nada, pajarón. No hagás que afuera te desacomode a trompadas esa corbata prolijita que llevás.

– Horacio querido, calmate, fiera. Terminás pareciendo loco; menos mal que se dio vuelta a lo suyo la dama…

– Sólo era eso lo que tenía por decirle, señores. Disculpen.

– Descuide, señorita, y discúlpenos usted, por favor.

– ¡El recato del reverendo! Disculpe al grosero éste… ¿Cómo se lleva con su novio, Beatriz? ¿Lo conoce hace mucho?

– Lo quiero mucho.

– ¡Pobrecito!

– Auch. Lo A-M-O. ¿Así está bien?

– Mientras a él con eso lo conforme… Oiga, Beatriz, el estruendo de las risotadas de los chicos en la mesa del fondo. ¿Supongo que irá a retarlos también, no?

– Con su permiso.

– ¡Suyo! Por qué sos tan conflictivo, Horacio. Parecés de pronto un salvaje recién llegado de la selva.

– Vos y tu status quo Héctor. La chica de la mesa de al lado tiene un problema muy diferente al de tener que soportar una charla como la nuestra que es de lo más natural en los tiempos que corren. Esa misma chica, esta tarde, se sentará frente al televisor a escuchar los chimentos de Rial y compañía, y no se quejará en absoluto ante un lenguaje mucho más soez que el mío. Yo hablo del culo (y lo digo despacito, así ya no se asustan) en ese sentido metafísico del que te hablaba. Del misterio que hay detrás de esa idealización. Mirá la bronca que tiene la mesera, que fue a descargarse con las cucharitas ahí detrás de la barra. Y en todo caso, todavía ni empezamos con el meollo del asunto, aunque los incidentes sirvan a modo de ilustración del comportamiento humano.

– ¿Qué?

– A veces me pregunto cómo es que no leés adecuadamente la Biblia y parecieras pulular por sus páginas superficialmente sin llegar al quid de la cuestión, Héctor. Digamos que no por casualidad, hasta las chicas de la iglesia se ocupan inocentemente de resaltar las curvas que ostentan y vaya que hay cada una que como que te dijera al pasar meneándolo delante de tus narices, “atrevete a no prestarle atención a esto”.

– Y, entonces, ¿qué relación hay entre mis lecturas de la Biblia y el vestuario de las jóvenes?

– Jóvenes, y no tanto.

– ¡Qué observador que sos!

– No me vengas con que nunca dirigiste la mirada a uno de los tantos culos que han desfilado por la Comunidad de la Fe Verdadera… Tu mirada lo dice todo, querido pastor.

– Tengo esposa y estoy felizmente casado.

– Pero si vamos al caso, tendrías que haberte arrancado más de alguna vez el ojo travieso que todos llevamos por la vida. Pero hasta donde tengo entendido, sólo un santo en la historia llegó a castrarse pensando que con eso erradicaba el deseo que después perduró en él. A eso viene el dilema de los curas y monjas; y te digo que creo un poco más en ellas que en ellos. Nosotros en cambio, vivimos manchando de un negruzco manto a todo lo que tenga que ver con el sexo y lo seguimos teniendo como el gran tabú, mientras nos desgarramos las vestiduras cada vez que escuchamos las barbaridades que suceden a diario, porque no es sencillo de aplacar ese lado bestial. Muchos menos con perogrulladas religiosas que son apenas una cáscara.

– ¿Estás enamorado de alguien?

– Ja, ja, ja… Vos y todo ese sistema que se esmeran en verme “asentar cabeza” y terminar en el altar jurando amor y fidelidad perpetuas a la primera que se me cruce en el camino, ¿verdad?

– Yo vine acá a hablar de vos y de lo que te pasa…

– Y yo vine a contarte que voy a la iglesia a mirar culitos y te me escandalizás. No, no hemos formado el club de los miratujes, pero hay que aprender a mirar por debajo de las máscaras de cada domingo mi estimado pastor.

– Me resulta interesante tu aporte, aunque no esperes que yo vaya a tomar por asalto el púlpito para difundir la nueva doctrina sobre el comportamiento de los hombres en la iglesia. Me parece que hay que guardar las formas, por más que yo tolere esta clase de diálogos que me toma justamente por asalto. Valga la redundancia. La Biblia, querido hermano, nos habla de que huyamos de la fornicación; que no adulteremos y que aprendamos a vivir en santidad. No te olvides de eso. No me vengas con tu apología de la libre mirada, porque por los ojos es que ingresa mucho de lo que nos forma.

– Tiene usted toda la razón, y lo digo en serio, pero el contexto en el que estamos inmersos lleva a que te replanteés seriamente tu forma de educar. No siento que estemos a la vanguardia en materia de principios morales y aunque tengamos la mirada condenatoria o indiferente hacia las chicas que un buen día llegan con un bebé creciéndoles en la panza, digamos que el lobo no siempre está en el bosque.

– Reconozco que son temas candentes y que no es fácil tratarlos, pero…

– Si hacemos un recorrido por la historia bíblica, te vas a dar cuenta de que Dios mismo trata al sexo de un modo mucho más natural de lo que lo hacemos en la iglesia. Hay páginas de la Biblia que tendrían que estar condicionadas para mayores de 18. Y menos mal que en general, los cristianos leen tanto las Escrituras como vos mirás a Tinelli, porque sería mucho más serio si te vinieran con este tipo de planteos multiplicado por la cantidad de miembros en plena comunión de tu iglesia.

– Me estás haciendo sentir un enajenado, hasta en tu mención del popular conductor de televisión.

– Ese degenerado es el que educa los hogares argentinos con su imbecilidad y adolescencia crónica, y muchos de tus miembros que en su vida pensarán hacer como corresponde una mesa familiar en torno a los valores cristianos y la lectura bíblica, están muy al tanto de los concursachos esos que hace el “periodista deportivo” en pro del rating.

– Y vos con tu costumbre eclesiástica parecés estar mucho más del lado de Tinelli y compañía que del nuestro.

– El tipo es bueno en explotar los bajos instintos y el argentino medio, sabemos, que tiene algo así como un pedo en la cabeza. Mirar culos, sostengo, que es de lo más cotidiano en la vida del ser humano, por muy santo que te creas. De ahí al Show, ya la cosa toma ribetes de la más baja perversión. Pero es lo que educa a las masas, mientras en la iglesia, sexualidad es una mala palabra; y ni hablar de culos.

– Sigo sin entender mucho, adónde querés llegar.

– Yo tampoco tengo todavía el norte con precisión, pero soy de observar mucho. Estamos hablando de mi vida sentimental, supuestamente, y así como cada fin de semana me lavás la cabeza con el ejemplo de la fe de Abraham, Moisés, Sansón, David, Daniel y sus tres amigos, digamos que también hubo en muchos de ellos un costado gris que a veces llegaba al negro directo.

– Sí, es cierto. La vida de los héroes de la fe no está idealizada en las Escrituras.

– Imaginate lo que sería si un día llegás a la iglesia y anunciás algo así como que tu amada esposa te encontró en más de una ocasión mirándole el culo a la empleada doméstica y en un arrebato de vaya-a-saber-qué, te manda un día a que atiendas a la sirvienta, sexualmente…

– ¡Horacio! ¿Vos no te has hecho ver por algún especialista?

– ¡Pastor, por favor! Continúo con la idea: después de la aventura sexual con la empleada, le anunciás a la iglesia que el pastor va a ser padre, pero que por caprichos de la pastora, la madre será la empleada de la casa. ¿Ves que ya me entendiste la idea?

– Abraham y Agar. No sé qué decirte.

– Vos hablás del Rey David y de su adoración, y etcétera, pero nunca reparás en que jamás le perdonarías el ministerio a un tipo que paseándose un día por su terraza, se queda mirándole el culo a la vecina, que está casada con un hermano de menor jerarquía y como yo soy el pastor de la iglesia, venga hermanita que quiero tener una charla con usted, que deriva en el embarazo por adulterio de la esposa del que está misionando por los pueblos de la Patagonia demasiados meses ha, como para que a la mujer se le ande creciendo la barriga, y ya que estamos, como para adornar de alguna manera la anécdota, mando al muere al pobre misionero y termino quedándome con la vecina.

– Vos sos pervertido hasta para leer la Biblia, Horacio. Me sorprendés.

– Estamos hablando acá de la diferencia que hay en el trato que se le da a semejante asunto en nuestra liturgia, cuando la Biblia tiene mucho más que decir al respecto, y entonces, yo que estoy como Elías por la vida, te plasmo el dilema de por qué la mayoría de nosotros andamos casi como por la misma avenida, con diferencias que podrían de verdad espantarte, porque a la pastora Rosa se le da por averiguar sobre la vida sentimental de una de sus ovejas, mientras se da por sentado que las ovejas casadas están viviendo el idilio del amor; etcétera.

– O sea que sabés algo sobre alguna historia en particular…

– No seas cabeza de pollo, Héctor. Hablo de hombres, así como la Biblia nos relata la historia de Lot con sus hijas, Sansón y sus filisteas, Oseas y su prostituta, El Cantar de los Cantares, que tiene un tono que mejor ni te cuento. Si lo tenés en el relato, ¿por qué vivís como si tus ovejitas fueran la excepción a la regla? Me extraña que tenga sentado frente mío al mismo hombre que cada domingo se sale de sus casillas hablando hasta por los codos y que acá parece no conjugar más de dos oraciones juntas.

– Es la primera vez que me salen con semejante enredadera, en vez de decirme, pastor, me gusta la hermana fulanita y me gustaría acercarme a ella y que me dé un consejo…

– Pobre de mí si viniera con eso. ¿Así hacés con tus mojigatos?

– Más respeto por tus hermanos. No seas insolente con ellos, Horacio. No veo a qué querés llegar con esta teoría tuya de los cu… erpos.

– A la enredadera que tienen ustedes, los pastores, con los asuntos de la vida, porque viven en un termo. ¡Ni siquiera saben leer la Biblia más allá de sus religiosos paradigmas!

– Vaya educación la mía hoy aquí, sentado junto al gurú de las miradas. No me estarán gastando una fechoría al estilo cámara oculta, ¿no?

– Doy por descontado de que nunca te detuviste a considerar el por qué hay detalles tan explícitos en la Palabra de Dios.

– Estás en lo cierto, Chaparrón.

– No se te ocurrió nunca pensar en una historia contemporánea similar a la vida de Jacob o la samaritana.

– ¿Qué tienen de raro?

– Me extraña-araña. Tío Labán, me gusta mucho tu hija pastora, Raquel. Ok; te la vendo; me laburás unos siete años, y es tuya Juan. Me parece perfecto tío-suegro. Ya cumplí con lo pactado; noche de arreglar los números, suegro-tío. Me parece perfecto, tomémonos unas copas de vino. Che, suegro, la que pasó la noche conmigo fue Lea, no Raquel. Uy, disculpá, se me pasó avisarte que la costumbre acá es casar a la mayor primero, pero si te gusta tanto el culito de Raquel, te lo vendo.

– Voy entendiendo: poligamia. Pero vivimos en una cultura que la condena.

– Aparentemente, pero por alguna razón los hombres terminan dando vueltas por más de una pollera, a pesar de haberse casado.

– ¿Me querés decir que se te antoja un harén, Rayid?

– Me dijiste algo así como que estabas felizmente casado. Se me hace verso, como cada vez que alguien enfatiza “amada”, para referirse a la esposa a la que no parece demostrarle mucho amor como para usar el epíteto. Pero volviendo a Jacob, hay algo más que sólo poligamia: las dos hermanas y su feroz competencia sexual, usando de paso a sus respectivas sirvientas. Creo que más de una vez los predicadores que leen mucho la Biblia han soñado con el idilio Jacobino. ¿Será que todo responde simplemente a la multiplicación de la tribu? ¿El fin justifica los medios?

– Seguimos dando vueltas por distintas historias, Horacio, sin llegar a abordar lo que te está pasando a vos en tus sentimientos. ¿Me vas a decir finalmente qué es lo que se esconde detrás de todo este análisis tuyo?

– Yo estoy muy bien, Héctor. No tengo complejos del corazón como para que se preocupen así, aunque tampoco soy de madera. Hace unas semanas, caí en las garras de una hermanita que fue muy astuta para seducirme y la pasamos bien, pero al otro día todo quedó acordado como si nos hubiéramos encontrado en la cola de un supermercado. Me vino con que sería interesante conocernos un poco más, que esa noche no tenía planes, que yo le resultaba interesante y misterioso y zas…

– Fue con Gabriela, ¿verdad?

– Qué chismoso que sos cuando te lo proponés.

– Es Gabriela Martin, ¿si o no?

– No sé, Héctor, no le pedí los documentos, ni tampoco tengo el gusto de conocer a su progenitor.

– Entonces, toco y me voy. Ya fue. Una noche de fuego y nada más. ¿Te parece bien? Venís cuestionando todo el sistema litúrgico que intentamos llevar adelante, pero como quien no quiere la cosa, andás intimando con las jóvenes de la iglesia como si nada.

– Te aseguro que fui todo un José, más de una vez, pero tampoco soy Sansón, viste.

– No es el tipo de conducta que necesitamos en la iglesia y desde el vamos, pienso que ir a la iglesia sólo pensando en mujeres, no nos hace mirar con buenos ojos el futuro, Horacio.

– Pero digamos que con la santa indiferencia que le dispensan al asunto, no vamos a salir del laberinto a fuerza de sermones tan poco aprovechables.

– Y por eso te has dedicado a escudriñar las Escrituras como para aplacar la conciencia. No veo en qué te beneficie la forma de vida que llevás, por muy mal que esté el sistema que te rodea.

– Trato de descifrar el mensaje de Dios, que es mucho más complejo de lo que han interpretado ustedes, homilética y hermeneúticamente. No te olvides que por una mujer, Adán renunció al privilegio de seguir su plena comunión con Dios.

– ¿Quién te dijo eso? ¿De dónde lo sacaste?

– No me vengas con que todavía no te enteraste que cuando el Génesis habla de que Adán conoció a su mujer, no es que se la presentaron, mucho gusto, ¿cómo andás?

– Sos un caso muy complejo, Horacio, ¿por qué me tuvo que tocar a mí tenerte?

– ¡Cosas dice, pastor! Fuiste muy valioso en la vida de mi familia. Nos ayudaste mucho en los momentos más críticos de la familia, y lo sabés; te lo agradeceré toda la vida, pero, para mis asuntos íntimos, venís a ser como Pedro Picapiedra, cappisci?

 

– …

– No te me pongas melancólico ahora, pero se me hace que no tenés idea que en el diccionario de la lengua española hay un término misterioso que tiene mucho que ver con la Biblia…

– ¿Cuál término?

– Onanismo.

Juan-José-Paso.

– Ja, ja… ¡ja! A Onán, ¿lo tenés?

– ¿Adónde iremos a parar ahora?

– Génesis 38. ¿Más pistas?

– ¿José, otra vez?

– Tibio, tibio… Te van a vomitar, pastor. Judá, Tamar, Er, Onán, Sela.

– Ya veo, más o menos, para dónde querés ir, Horacio. Cortala.

– Si yo fuera Judá y termino embarazando a mi nuera, ¿cómo me tratarías en la iglesia? ¿Me aceptarías? ¿Tendría yo ministerio?

– No sé, Horacio. Lo único que sé es que no sos Judá, gracias a Dios.

– ¿Qué necesidad tenía Dios de valerse de esos medios?

– Horacio, ¿estás enamorado?

– Hasta hace un ratito, me había ilusionado con la mesera, pero vos escuchaste, ¿no?

– Válgame el cielo, pibe. Vos.

– Te das cuenta que ni siquiera te interesaste en preguntar sobre ese misterioso término del diccionario.

– Me dan miedo tus cuestionamientos, ovejita negra de mi corazón.

– ¿Te das cuenta que estás desactualizado? Sos peor que un Windows 3.11

– No sé qué sea esa cosa, pero seguirá preocupándonos tu salud espiritual y emocional, Horacio.

– Eso se aprecia, querido rabí.

– ¿Vas a seguir yendo a la iglesia? Ya suficiente por hoy nuestra sesión…

– Mirá lo histérico que había sido Mr. Corbata-prolija. ¡Salir así haciendo ese escándalo!

– Dejalos tranquilos con sus dramas. Se me hace que fuiste el cizañero de la historia, hermano.

– No se haga mala sangre, señorita, no hay mal que por bien no venga.

– ¡Es un imbécil!

– No recurra a calificativos redundantes. Venga a compartir con nosotros la mesa y relájese del mal trago.

– ¡Horacio, no seas caradura, viejo!

– En serio, se lo digo. La invito y de paso, le presento a mi estimado amigo aquí.

– Me llamo Karen, gracias por la deferencia después del papelón de hace rato.

– Yo soy Horacio, y mi amigo es el pastor de la Comunidad de la Fe Verdadera, Héctor Villegas.

– He oído hablar de su iglesia, pastor, mucho gusto.

– El gusto es mío Karen. Espero que le hayan hablado bien.

– Sólo rumores que circulan, pero buenos. No se preocupe.

– Me parece una excelente ocasión para invitarte a una reunión. Me haría muy bien tu compañía, a menos que el fulano… no sé, bueno.

– Lo conocí el sábado pasado en Grisú. Ya se las daba de mi dueño, el papanatas. Oh, disculpe, pastor…

– Pierda cuidado Karen, hoy fue un día de alto voltaje para mí.

– Entonces, ¿te gustaría acompañarme a una reunión, Karen?

– ¿Se supone que me llevarías para mirarme el trasero? Ups, perdón, pastor Villegas, pero…

– Te sentarías a mi lado, no adelante. Héctor, ¿no era que ya te ibas?

– Eso me proponía, pero me da no sé qué dejar a esta noble señorita en tus garras. Pero, eso sí, me encantaría verla en la iglesia, Karen. Adhiero a la invitación con todo gusto.

– Me daría mucho gusto asistir. Hay algo en ustedes como magnético, o no sé.

– Entonces, sí, ahora me voy y, en verdad, a pesar de la charla nuestra, valió la pena este encuentro. Con su permiso. Horacio, portate bien, vos. Karen, ha sido grato conocerla.

– Sí, papá.

– Lo mismo digo, pastor: Hasta el domingo, creo.

– Andá tranquilo, Héctor, yo me ocupo de la cuenta.

– ¡Creo en milagros! Adiós.

– Adiós.

– Cómo me gustaría tener a alguien de confianza como para hablarle así como se los escuchaba a ustedes. ¿Hace mucho se conocen?

– Es muy larga la historia. Si te parece, te voy adelantando algo mientras caminamos un poco.

– Pensé que aprovecharíamos para conversar al menos unos minutos acá.

– Pensá lo que quieras, Karen. Hoy es mi día libre y lo que dicte tu imaginación, a mí me parecerá interesante; no tengo apuros.

– ¿Y cómo es eso de que vas a la iglesia sólo a mirar culos?

– Hablá más despacio que la clientela es susceptible y te pueden aplicar el derecho de admisión.

©07/09/2012 MJP – San Carlos de Bariloche, Argentina

Religión (Primera parte)


Todo se nos hacía nuevo y la gente a nuestro lado parecía feliz, escuchábamos todo con atención y si bien no entendíamos muchas de las cosas que se daban por sobreentendidas, iríamos adoptando con disimulo cada uno de los clichés, y al llegar a casa compartimos las dudas que nos surgieron para saber si de algún modo, alguno de los integrantes de la familia se había dado cuenta lo que al resto pasó desapercibido.

Era un cambio rotundo en nuestro estilo de vida, más allá de que por dentro las cosas seguían estando en la misma condición. Aplaudíamos sermones y decíamos “amén” como el resto, en una suerte de motivación para el predicador que, por lo general, era el pastor Héctor D. Villegas. Todos al principio nos trataron con demasiada deferencia y nos hicieron sentir valiosos, pero eso se fue diluyendo con el curso de las reuniones. Mi hermano Jaime pensaba que íbamos camino a ser parte de la hermandad en todo el sentido de la palabra. Teníamos que comprarnos una Biblia cuando menos para no ser mirados como sapos de otro pozo. Al principio venía la hermana Cecilia o el hermano Víctor y nos extendían con toda la amabilidad del orbe sus propias Biblias, señalándonos incluso el preciso lugar donde habría de leersela Palabra de Dios.

Del primer sermón nos acordamos muy bien el pasaje, porque fue el tema de conversación durante varios días en casa, sin que tuviéramos cómo mitigar las dudas. Sacábamos nuestras propias conclusiones pero se nos hacía todo confuso, porque ni siquiera la exposición tuvo algún grado de relación como para aclararnos la idea.

“Yo soy la Vid verdadera y vosotros los pámpanos…”

Nunca en nuestras vidas nos habíamos encontrado con esas palabras y cuando la primera noche, después de la reunión nos pusimos a debatir al respecto, papá llegó a pensar que podría ser una metáfora, pero el pastor lo había planteado con tanto énfasis en el modo indicativo que nos parecía que había que habituarse a nuestra nueva identidad. Además, como lo había dicho Jesús, entonces, era palabra sagrada y no se cuestionaba ni se preguntaba. En aquella reunión los presentes se limitaban a decir «amén», y cada tanto un agudo grito de «¡Gloria a Dios!» que nos asustó mucho en un primer momento.

Lo que no se nos ocurrió cuestionar bajo ningún punto fueron las ofrendas. De hecho, tuvimos una agradable sensación de que pudiéramos hacer nuestro aporte económico a la causa. Siempre habíamos gastado sin reparos en distintos eventos que organizábamos, o a los que nos invitaban, así que no veíamos por qué en este caso, tendríamos que pensar de otro modo. La hermana Priscila fue la que con su cálida sonrisa nos dispensó un «Dios bendice al dador alegre» y la reunión siguió su curso con canciones y una oración para la clausura, en la que nos íbamos en paz y en comunión con Dios y los unos con los otros.

No es que fuéramos expertos en analizar disertaciones, ni mucho menos, pero el pastor se puso a hablar de cosas que le pasaron en el supermercado y también habló de que sus hijos van tan bien con sus carreras universitarias, que eso demuestra que son verdaderos discípulos. Entonces, Jaime codeó a Magdalena que estaba a su lado, porque este trimestre había sacado una sustancial ventaja en sus estudios con respecto a su hermana. Magdalena, que tenía un profundo amor propio tomó eso como un desafío, si bien, la mención pastoral le provocó un grado de recelo hacía los hijos del pastor. Llegó incluso el punto en su alocución en que el mensajero se vanaglorió del puesto en la tabla de posiciones de su equipo de fútbol preferido, lo que ocasionó un murmullo marcado por la rivalidad entre los grandes del fútbol argentino. Se refirió también a la cuestión política de la ciudad y destacó la labor de algunos de los hermanos que nos pareció fácil identificar por esa cara-de-yo-no-fui que pusieron.

Como éramos nuevos, al final del mensaje la cosa se tornó emocional y con una música de fondo un tanto desprolija del tecladista, nos invitaron a mostrarle a todo el auditorio que nosotros éramos una manga de pecadores de primera, y entonces, como no queríamos resultar groseros ante la propuesta, pasamos y repetimos una oración prefabricada, que después supimos que era la del pecador. Lo sorprendente del caso fue que Jaime se despachó en lágrimas el-muy-lindo y nos quedamos mirando como diciendo ¿es o se hace? Claro que el señor quedó como un duque y fue el prototipo del pecador arrepentido, aunque su comportamiento pareció no haber sufrido ningún tipo de cambio en lo sucesivo.

Yo, volví a casa gozándolo y de ese modo mitigué bastante lo ofuscada que estaba Maggy, que había tomado como una escena de la peor bajeza la actitud del penitente. Por supuesto que esa semana no le resultó fácil al gran actor de la familia puesto que ante cualquier contrariedad suya, le sacábamos en cara sus lágrimas de cocodrilo y llegaba a ponerse verde de la bronca pero no tenía cómo rebatir nuestra lógica. Lo extraño del caso fue que en las siguientes reuniones dominicales, nos tocó en turno a Maggy y a mí el concierto de lágrimas y ni siquiera nos lo propusimos. Nos empezaron a tratar de hermanos y ya andábamos para todos lados anteponiendo el grado de filiación llamando incluso hermano papá y hermana mamá a nuestros progenitores. Ellos lo tomaban a bien, a pesar de que un día mamá andaba con los patos volados y mandó a freír churros al inoportuno hermano Jaime. Lo bueno era que ya no se peleaban tanto en casa como antes.

La tarde que hermano papá llegó a casa con un par de Biblias muy bonitas, tuvimos una de las veladas familiares más hermosas de las que tengamos memoria. No teníamos ni idea de qué leer y el misterioso libro no parecía querer contribuir a que lo entendamos porque ante la sugerencia de mamá de abrirlo en un lugar cualquiera, porque seguramente encontraríamos un pasaje revelador, dimos con:

“Recoge de tus tierras tus mercaderías, la que moras en lugar fortificado. Porque así ha dicho Jehová:
He aquí que esta vez arrojaré con honda los moradores de la tierra,
 Y los afligiré, para que lo sientan.”

 

Guardamos un reverente silencio que parecía impedirnos hasta respirar, pero entonces, papá pidió que nos fijáramos dónde estaba eso para chequearlo en su propia Biblia. Mamá le dijo que era la página quinientos noventa, y como él no encontró nada de eso en la suya, volvimos a asustarnos hasta que Maggy fue la iluminada que sugirió buscar el índice y entonces, entendimos que había nombres distintos y algunos resultaban conocidos como Proverbios, Apocalipsis, Génesis (que era el grupo favorito de hermano papá). Así fue que vimos que había algunas diferencias entre las dos Biblias, pero respondían a una cuestión de presentación, más que a otra cosa. Entonces, decidimos dejar sin efecto nuestra incursión fortuita para buscar algo que pareciera más entendible. Yo propuse que nos fijáramos en eso de los pámpanos otra vez pero Jaime dijo que había notado que el cantante de la iglesia siempre mencionaba a los Salmos y que aparentemente, las canciones las tomaban de ahí. Así dimos con que los Salmos constaban de ciento cincuenta capítulos, porque mamá se había dado cuenta que los números grandes coincidían en número con los capítulos atribuidos en el índice a cada nombre, y cuando Maggy quiso cerciorarse de si había otro nombre con más capítulos, hojeando nombre por nombre, Jaime se le adelantó y tomando la Biblia de hermano papá, recurrió al índice para descubrir que ningún otro llegaba ni remotamente al cien.

Entonces, volvimos sobre los Salmos y nuestra primera referencia fue el capítulo setenta que empieza diciendo

Oh Dios, acude a librarme;
Apresúrate, oh Dios, a socorrerme.
Sean avergonzados y confundidos los…

 

–Bueno, bueno. Suficiente –dijo hermano papá. –No nos apresuremos. Uno sólo de los numeritos está bien. Ahora busco yo, uno.

El nuevo pasaje ya nos parecía más comprensible. Era una súplica, puesto que así se titulaba. Papá decidió irse hasta el final; al número ciento cincuenta.

Alabad a Dios en su santuario;
Alabadle en la magnificencia de su firmamento.

 

Ahora era el turno de hermana mamá y como era de esperar, se fue al otro extremo.

Será como árbol plantado junto a corrientes de aguas,
Que da su fruto en su tiempo
Y su hoja no cae;
Y todo lo que hace prosperará.

Ella eligió el numerito tres y no el uno. Ahora, el turno de hermano Jaime.

Yo anduve errante como oveja extraviada;
busca a tu siervo,
Porque no me he olvidado de tus mandamientos

 

Cuando dijo que era el capítulo ciento diecinueve, y el versículo ciento setenta y seis, nos provocó bronca por esa actitud suya de siempre. ¿De dónde había sacado que los numeritos se llamaban versículos? Hermano papá determinó, para colmos, que el tipo tenía razón. Nos sobraba; le pasó la Biblia a hermana Maggy y lo hizo como diciéndole “tratá de emularme, nena”.

Te alabaré, oh Jehová, con todo mi corazón;
Contaré todas tus maravillas.

 

Y se puso a cantarlo, porque se había grabado hasta la melodía de esas palabras que a nosotros se nos habían pasado por alto en la iglesia. ¡Bingo! Ahora, hermano Felipe… hermana mamá me miró compasiva como diciendo “nadie te pide que hagas maravillas”. Yo elegí el número de mis años y para no variar, me gustó bastante el numerito uno que hermano Jaime había dicho que era “vernáculo”, o algo así.

En Jehová he confiado;
¿Cómo decís a mi alma,
Que escape al monte cual ave?

 

Y contentos con nuestra primera incursión en el relato bíblico, nos fuimos muy felices a dormir; hermano papá, como nunca antes, nos dio un abrazo a cada uno, incluida hermana mamá y dijo que nos amaba. Hermana mamá se largó a llorar y hermana Maggy, para no quedarse atrás, le hizo honor a su nombre.

Nos fuimos acostumbrando a la rutina de asistir tres veces por semana, cuando menos, a la iglesia. Nadie nos dijo por qué ni para qué, pero uno comienza a mimetizarse con el entorno de a poco, para ir pareciendo cada vez más una parte de esa comunidad. Al principio lo necesitábamos mucho, sobre todo por las cosas que estaban sucediendo en casa, y nos sirvió encontrarnos con la fe.

Fue todo un acontecimiento asistir por primera vez a una reunión con Biblias, a pesar de que sólo hermano papá y hermana mamá tenían. Ese día, cuando se anunció el pasaje que se predicaría, hermano Jaime arrebató de las manos a hermano papá su Biblia y se volvió a dar sus aires al encontrar el capítulo, incluso antes que muchos de los miembros regulares. Yo trataba de llevar un registro de esos detalles y recuerdo que se dijo Filipenses dos, del uno al cinco. Hermana mamá, junto a hermana Maggy, debieron recurrir a la pedante ayuda de hermano Jaime, porque no sabían si se trataba del capítulo dos, del uno o del cinco.

La exhortación fue bastante comprensible, ya que hablaba de cómo debíamos tener esa misma actitud de humildad, como para no creernos más que los demás, sino que teníamos que servir, en vez de andar dándonosla de importantes. Yo estaba tan atento a la exposición que en un momento fijé la vista en hermano Jaime, que se fue sonrojando, y largué una carcajada que resultó embarazosa para toda la familia, ya que el resto giró al unísono para mirarnos, mientras se hizo un silencio mortal desde el púlpito. Hermano papá me llevó casi a las rastras para el baño, mientras el orden parecía restablecerse como si nada hubiera pasado. En ese calvario que significó la vuelta a mi lugar, luego de la reprensión, caí en la cuenta de que había una hermanita que estaba como para enamorarse de una. El desgraciado de Jaime me esperaba con su acostumbrada sonrisa maquiavélica que, si no fuera por el sagrado marco y el hecho de que me llevara cinco años, se la acomodaba de una trompada. Lo bueno es que ahora tenía algo con lo que calmarme y volar en mi imaginación. Ya no me volví a concentrar en lo que se predicaba. Todo siguió su marcha normal hasta la oración final, aunque ya nada era lo mismo para mí que, de tanto en tanto, giraba para asegurarme de que ella seguía iluminando mi existencia. Me hice el que tenía que pasar por su lado a la salida y aprovechando la casualidad, la miré otra vez y le dije “Hola… eh… ¡chau!”. Ella, con el más inamovible de los tonos, me respondió “Dios te bendiga” y yo me sentí un soberano idiota al no ubicarme en el contexto adecuado para saludar a una hermanita que, a esas alturas no me interesaba en absoluto como hermana justamente.

– ¡Qué cosa seria con vos, Felipe, eh! –Sentenció hermano papá, apenas salíamos – ¡Reírte como un reverendo nabo, delante de todos!

–Siempre el mismo pelot… ¿Vi…vieron qué lindo mensaje? – dijo hermana Maggy, disimulando la palabra que hacía rato que no utilizábamos y casi se le escapa.

Mamá la regañó con una mirada desaprobadora, levantándole las cejas como para que se diera cuenta que había estado por cruzar los límites. Hermano Jaime caminaba más adelante pateando piedras, sin participar de los alegatos.

Desde entonces, se fue dando una sinergía muy especial entre hermano papá y hermana Maggy que los volvió muy compinches si bien, por otro lado, generó ciertos malestares en hermana mamá. Hermano Jaime seguía con su vida de siempre y en ocasiones se mostraba muy molesto de que usáramos el rótulo de hermano para acá y hermano para allá, con él. Hermana Maggy y hermano papá se volcaron con mucho interés al estudio de la Biblia y aunque a hermana mamá eso a veces le generaba curiosidad, por lo general, prefería seguir su telenovela favorita ya que afirmaba que era suficiente teología tener que soportar sermones interminables en la iglesia que solían dejar gusto a nada, como para tener, encima, que continuar en su vida hogareña investigando asuntos de otros siglos que se hacían difíciles de comprender. Hermano Jaime, por su lado, se ponía a jugar en la computadora y allí parecía entretenerse mucho más que con la santulona costumbre de leer la Biblia. Por mi lado, yo repartía mi tiempo entre tareas, cuentos y novelas y, cada tanto, me sumaba a la investigación que solía ponerse muy interesante, sobre todo cuando participábamos la mayoría de los integrantes de casa. También se había incorporado la tradición de elevar una oración de agradecimiento a la hora de las comidas; eso provocaba una disimulada vergüenza cuando éramos visitados por algún pariente o amigo de la escuela, pero hasta el Terry se tuvo que acostumbrar a la solemnidad de ese momento ya que un par de veces ligó una patada que le hacía sonar las costillas por irreverente.

Hermano Jaime comenzó a declinar su dominio en materia escolar y hermana Maggy tomó la delantera, seguida, algo de cerca por mí. Hermano papá la consentía cada vez más; hermana mamá por su parte la marcaba de cerca y no le perdonaba una. Hermano Jaime llegó a la decisión de no querer asistir más a la iglesia, pero le respondió el jefe de casa que nunca nadie le había preguntado si acaso estaba o no de acuerdo con ir. A mí, a esta altura, me ignoraban la estruendosa carcajada que coronaba estas anécdotas como si lo mío fuera un objeto decorativo de mal gusto en la sala de la casa, que había que conservar y resignarse a aceptar. La vida familiar ahora tenía sentido y empezábamos a sentir que había gente que nos estimaba realmente y que no estábamos a la deriva en este mundo.

Yo no sé si mi hermana se dio cuenta de las hormigas que me recorrían en toda mi geografía interna o qué, pero entabló relación con la chica de los ojos lindos, que ahora, para colmos, me hacía elevar vuelo con una mirada de cara ladeada y repetidos abrires y cerrares de pestañas. Hermana Maggy dijo, como quien no quiere la cosa, una noche durante la cena, que Andrea Carolina había preguntado por mi nombre y la infidencia me encontró tan desprevenido que se me escaparon de la boca tres ravioles con su rica salsa boloñesa y pasé a ser una vez más el blanco de todos los cuestionamientos por no saber guardar las formas ni siquiera en la mesa… Aproveché la retórica y la oración por los alimentos para preguntar si esta no era buena ocasión, acaso, para perdonarme los pecados así como Dios les perdona las que se mandan los presentes en el transcurso del día. “Con que Andrea Carolina y qué lindo le quedaba el nombre a secas.

Ya para la quinta semana de asistencia, entrando en el final de ese año bien vivido, comenzamos a distinguir a la masa congregacional por nombres y en veces, apellidos. También nos familiarizamos con los roles que cumplía un selecto grupo entre los cuatrocientos dieciséis miembros registrados. Claro que de las estadísticas a la realidad había un trecho de unas noventa y nueve almas que se traspapelaban, entre los partidos de fútbol del domingo, los que salían de viajes, los que se enfermaban y los que se hacían, los que habían calzado un laburito temporario que les impedía congregarse y, sobre todo, los que por alguna espina en el corazón, habían jurado por todos los santos no volver a pisar en su vida esa iglesia de mala muerte, bien que antes del conflicto ponían las manos en el fuego del infierno si hacía falta por el buen nombre de la Comunidad de la Fe Verdadera y su apreciado pastor Héctor Villegas.

La mayoría de los cuatrocientos dieciséis, no tenía idea sobre qué significaba el nombre de la institución siquiera, pero esas ganas de pertenecer que tiene la gente, los llevaba primero a buscar a Dios, porque era lógico que lo necesitaran, para después acomodarse entre los calienta-bancas siempre tan cuestionados desde el púlpito, amén de que en la práctica, el que acomodaba las sillas al final de la reunión tenía idea hasta de la temperatura corporal del que se había  apapachado durante esas buenas horas de liturgia. Yo lo cuento todo esto, porque me quería hacer el buen cristiano con el padre de Andrea Carolina Sambueza y entonces le ayudaba toda vez que podía al final de las reuniones.

Esa era la fórmula perfecta para ir conociendo, como quien no quiere la cosa, los dimes y diretes que hacían a la familia de Comunidad de la Fe Verdadera.

Cada uno de nosotros fue haciéndose de su propio círculo de amigos, que en la jerga eclesiástica tenían antepuesto al nombre, el siempre sagrado y benemérito rótulo de hermano. Ni que se te ocurra llamar de buenas a primeras por el nombre de pila a uno de los miembros porque era como apostatar de la fe.

Tanto el pastor Villegas, como su amada esposa, la pastora Rosa Villegas, se retiraban casi al tiempo del amén final, porque de esa forma evitaban roces con los hermanos y se libraban de los conventillos que se gestan porque a mí me saludó así nomás y a hermano Fulano si vieras con qué cordialidad le dirigió el saludo. Cada uno sabía qué pito tocaba en esa cotidiana rutina de reuniones casi calcadas. Nosotros llegábamos a casa acostumbrados al habitual comentario de lo buena que había estado la reunión.

Hermano papá y hermana Maggy habían logrado descifrar datos valiosísimos del registro bíblico. Ya empezaban a entender borrosamente lo que se escondía en ese Gran Manual codificado. A pesar de esos importantes progresos, cuando hermana mamá lo comentó al pasar en una de las reuniones de Dorcas, la reconvinieron advirtiéndole que se cuidaran de las falsas doctrinas y terminaron de asustarla, pobrecita.

El nuevo año nos encontró con nuevos desafíos y con toda la motivación, salvando las diferencias personales, porque no todos tomábamos las cosas de la misma forma. A mitad del primer mes, convocaron a mis papás a una reunión privada en la que les comentaron sobre la importancia del bautismo y de afianzarse en los caminos. Hermana mamá hubiera rechazado toda propuesta pero no quiso contrariar en nada a su esposo, viéndolo, como nunca, tan entusiasmado en algo que en definitiva no tenía nada de malo. Empezarían sus estudios prebautismales en la primera semana de febrero y los bautismos se celebrarían hacia fines de marzo, previo a la Semana Santa.

Desde ese mismo día, hubo una mejor razón para seguir escudriñando las Escrituras y ahora, gracias al amor que profesaban hermana Maggy y hermano papá por la Palabra de Dios, fuimos todos sumergiéndonos en los descubrimientos que caracterizaban a cada día. Nos habían pasado el dato de un vendedor de libros, Biblias, CDs, diccionarios y todo lo que tuviera que ver con la iglesia. Hermana Maggy guardaba una secreta admiración por ese extraño sujeto, porque conocía mucho sobre libros, la tenía bastante clara con la música y además, se ponía a hablar de la Biblia y se le iluminaban los ojos. Ahora, había música cristiana en casa y el ambiente parecía distinto en esas veladas en que, luego de cenar, nos volcábamos al estudio bíblico. Nos quedábamos hasta que nos vencía el sueño y siempre hermano Jaime era el primero en retirarse, aunque no la sacaba fácil en su intento de lograr licencia para pavear en internet. Decía que tenía agregados a varios de los hermanos de la iglesia en el chat, pero hermano papá no se chupaba un dedo. Hermana mamá y yo parecíamos turnarnos en ser los siguientes en la lista somnolienta. Hubo una de las noches, a fines de enero, que me levanté para ir al baño luego de haberme retirado a mis aposentos y escuché un llanto muy extraño en el estudio donde se quedaban hermano papá y hermana Maggy: nunca había visto llorar a papá como esa noche y no sabía si por la emoción, o qué, sentí esa noche una atmósfera intimidante y como electrizada. Ellos dos estaban con sus ojos cerrados y a hermana Maggy también le caían lágrimas sin que se la escuchara llorar. Me quedé contemplándolos y sin darme cuenta, mis labios se empaparon de un llanto muy pacífico y liberador. No puedo explicar lo que sentí esa noche y no le dije a nadie lo que sucedió. Creo que nunca en mi vida dormí con tanta paz como aquella noche.

Hermana Maggy esperaba con toda expectación cada noche para volcarse después de la cena a buscar esa sagrada sabiduría. Hermano papá llegaba de la aseguradora en que trabajaba y tenía tanta alegría, que ya no venía con los avatares que había tenido que sortear entre clientes y el jefe en su trabajo. Nosotros estábamos en vacaciones pero era tradición que nos preparáramos para el ciclo escolar que tendríamos ya que hermana mamá había cursado magisterio, a pesar de que hubo de abandonarlo cuando nació hermano Jaime. Nuestro esperado viaje a Mar del Plata, sería a mediados de febrero si Dios quería. Hermana Maggy se apresuraba a terminar el repaso en las materias que le habían costado más en su primer año de secundaria y abría el diccionario bíblico que hermano papá había comprado y que ella custodiaba con mucho celo. El vendedor incluso le había enseñado a usar la concordancia que había al final de la Biblia de hermana mamá. Nos contó también que era muy poco común que hubiera una familia volcada a estudiar la Biblia y que lo destacaba como ejemplo cada vez que podía y nos felicitó. Hermano papá le contó que se bautizarían pronto junto a hermana mamá. Hermana Maggy no podía hacerlo aún por la edad aunque ganas era lo que menos le faltaban. A mí se me hacía que ella le sonreía demasiado y le hablaba con una vocecita de condenada a muerte que le refregué en la cara un par de veces ese modo en que se le había dado por llamarlo: hermano vendedor. Ella solo sonreía.

Llegó el ansiado mes de febrero y el pastor Villegas decidió que no había nada de malo en que hermana Maggy asistiera en calidad de oyente a los encuentros prebautismales. Ella saltaba como becerro de la manada de la felicidad que tenía y yo, para no variar, le dije, “Ya sé cuál será el tema de conversación con hermano vendedor, ¿no?”

El sábado 2 alas 18:30 h sería la primera clase prebautismal. La expectativa que había en la noche del viernes era de novela. Las cosas habían cambiado muchísimo en estos primeros tres meses, que se cumplirían el día cinco. Y para hermano Jaime, la buena noticia era que al menos en esas horas del sábado, podría relajarse a gusto por un par de horas sin tener que pensar en religión. Era motivante el entusiasmo que tenían, y nos habían contado que los candidatos al bautismo eran cerca de veinte almas. En la Comunidad de la Fe Verdadera estaban más que contentos con este dato, puesto que lo que más se había estado buscando era hacer crecer a como dé lugar, el número de asistentes a las reuniones y que se registraran una veintena de miembros a la lista de buena fe, servía mucho a los intereses perseguidos.

Ahora captábamos mucho más el sentido de los sermones y hasta leíamos entre líneas, cuando se largaban indirectas como para corregir la conducta de alguna ovejita revoltosa. Hermano Jaime seguía jugando a encontrar primero el pasaje que se predicaría, pero le pasaban el trapo y yo hacía todo el esfuerzo en prestar atención a otra cosa, para no sucumbir a las risotadas que me inspiraban el cómico espectáculo. Ese sábado en la reunión general que siguió al curso prebautismal, el tema del sermón tuvo que ver con el paso de obediencia que se cumplía con el bautismo. Dio su rédito, porque la elocuencia con que habló el pastor Héctor, sirvió para que se sumaran seis interesados más al próximo bautismo. Cuando hicieron la convocatoria, hermana Maggy, casi en un acto reflejo, levantó su manito pero le volvieron a decir que no, que sólo podía asistir por ahora, como oyente. También el mensaje dominical fue una nueva zarandeada y los candidatos superaron con holgura los treinta. El sermón fue una pinturita y no era tanto que ahora comprendiéramos mejor, sino que estos días estaba claro que el pastor Villegas andaba muy inspirado. Me dijo Andreita que cada tanto se le iluminaban las ideas, pero que no le duraba mucho.

Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él;
Sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere;
La muerte no se enseñorea más de él.

Fue como aquella vez, antes de enamorarme de Andrea Carolina, que me atrapó en toda su dimensión la disertación desde el púlpito. No fui el único que ese domingo guardó un silencio reverente ante la exposición. Nos habló como a novatos, con esa calidez didáctica que nos había hecho tanta falta al principio. Hizo la analogía que existe entre el bautismo y la muerte y resurrección de Cristo. Hermana Maggy me miró un par de veces y me sonrió, porque algo de eso ella ya había dilucidado y era el tema de sobremesa durante estos apasionantes días de febrero en que parecíamos vivir solamente el costado espiritual de la vida. Esa predicación fue crucial en lo que se avecinaba para nuestra familia.

El lunes comenzaron los preparativos para nuestras vacaciones, cuyo viaje emprenderíamos una semana después, el lunes trece. Hermana mamá era muy metódica en todo esto y no dejaba nada librado al azar. Los anocheceres seguían teniendo esa incipiente tradición de meditar y estudiar la Palabra de Dios. Ya no recibíamos visitas como antes. Los amigos de hermano papá lo habían olvidado y hermana mamá, no contaba con afectos aparte de una prima que venía cada tanto a pasear y las hermanas con quienes se comunicaba por internet, solamente, puesto que no vivían en Bariloche. Los días eran estupendos y el calor nos obligaba a participar de la pileta municipal junto a hermano Jaime. Hermana Maggy nos acompañó solo una vez, ya que no le agradó nada que nos negáramos a regresar a casa para la sagrada hora en que llegaba a casa hermano papá de su trabajo. Los otros días de esa semana, excepto los últimos, ella se armaba una mesa en el patio y compartía la tarde con vecinas, compañeras de la escuela o algunas chicas de la iglesia. Hermano Jaime se había vuelto demasiado introvertido y se comunicaba más con gestos y miradas que con palabras. El miércoles en la tarde, nos habían dado permiso a hermano Jaime y a mí para faltar a la reunión y quedarnos hasta que el sol nos descascare las espaldas. La pasábamos bien en la pileta. Hermana Maggy nos contó que se sintió una princesita llegando de la mano de sus papás a la iglesia Comunidad de la Fe Verdadera. No quiso contarme ningún detalle más por ser yo, así de irresponsable.

Hermano papá era recibido cada tarde como rey volviendo de la guerra por su hija consentida. El jueves, ella lo esperaba con un lemon pie que le había preparado. No se dio cuenta del retraso porque aprovechaba todo instante disponible para ambientar mejor el lugar para la recepción, mientras, escuchando música de Romero, RoJO, Marcela Gándara y Juan Luis Guerra, bailaba y cantaba. Estaba demasiado entretenida como para darse cuenta que mamá salía corriendo desesperadamente hacia el Hospital Privado Regional. Había recibido un llamado urgente a su celular en que se le comunicaba que su esposo había tenido un gravísimo accidente en ruta Ezequiel Bustillo, kilómetro cuatro. Mientras aguardaba en el pasillo del nosocomio, aprovechó a enviarle un mensaje de texto a hermano Jaime, ordenándole que regresáramos de inmediato junto a nuestra hermana porque papá había tenido un accidente. Nos sentamos en el sofá a esperar y hermana Maggy oraba, pero ya era demasiado tarde. El lemon pie quedó como testimonio de ese momento que se nos hizo eterno.

Mamá llegó desecha y llorando a los gritos para buscarnos…

Fue el momento más difícil de nuestras jóvenes vidas. El desconsuelo de mamá y Maggy era imposible de mitigar. Con hermano Jaime hubimos de hacernos hombres esa trágica noche en que Sebastián David Hernández, nos había dejado para siempre a la edad de treinta y ocho años, por culpa de un colectivo, prepotente como siempre, del Transporte Urbano de Pasajeros, cargado a más no poder de personas, que embistió contra su auto. Mamá sólo repetía una y otra vez, “¡Por qué, por qué, por qué, Dios!”

El pastor Villegas faltó al velorio aduciendo compromisos impostergables que una mala lengua, nunca ausente en estas situaciones, desmintió a los pocos días, aclarando que el compromiso mencionado era nada menos que un partido de fútbol. Su oficio en el cementerio fue breve y nos supo a prefabricado. Mamá no habría de perdonárselo. De las centenas de hermanos de cada fin de semana, nos acompañaron ocho en total, contando al pastor, que llegó solo.

Tía Mirta, la prima de mamá, y nuestros abuelos paternos fueron la frágil contención de esos días grises de verano. Hermana Maggy parecía más aferrada que nunca a su Biblia y ya no usaba la que había adquirido con sus ahorros poco después de comprado el diccionario; ahora recorría la que fuera de papá. Me hablaba de la historia de Job y en esos días amargos, leyó una y otra vez sus cuarenta y dos capítulos. El rotundo cambio de la familia empezó a notarse poco a poco: mamá no volvió a asistir a la iglesia; hermano Jaime descargó toda su bronca sobre Dios y se lo resaltaba a la única en la familia que pareció continuar aferrada a Él. Yo no sabía bien qué hacer; me volví de nuevo a mis lecturas, aunque esta vez tomaba de la biblioteca de papá los volúmenes que eran de corte filosófico. El lunes trece llegó mi abuela materna junto a tía Lorena. Fue por esos días que llamó la pastora Rosa Villegas para hablar con mamá, pero debió conformarse en hablar con hermana Maggy, y conmigo. Maggy le prometió que el sábado asistiría de nuevo al curso prebautismal. Mamá la miró con desaprobación, pero sin decirle nada. Abuelo Jorge dijo que ellos la acompañarían de buena gana. Yo tenía ganas de ir también, había algo que extrañaba, como si fuera que al asistir, me encontraría nuevamente con hermano papá. Hermano Jaime enojado porque lo llamara así, manifestó que se quedaría acompañando a mamá, que no tenía ningún interés de ir a ese lugar otra vez. Ese fin de semana volvieron a tratarnos con todo el amor del mundo, como la primera vez que habíamos llegado y a mis abuelos eso los quebrantó, porque le hablaron cálidamente de su hijo fallecido. En cuanto al sermón de ese sábado, fue como muy obvio que el pastor Villegas trató de acallar la voz de su propia conciencia. Habló del pasaje que cuenta cómo Jesús lloró ante la muerte de su amigo. Yo saqué la conclusión de que él había estado muy lejos de ser amigo de hermano papá. Llegué a preferir no mirarlo mientras disertaba y volví mis ojos al piso y las palabras me parecían llegar desde otra dimensión. Yo tenía el deseo de volver la mirada y ver allí a mi familia entera, como antes. Cuando mencionó que Dios no es insensible al dolor humano, hermana Maggy se quebró en llanto y se volvió a mí, abrazándome para acallarlo. Yo sentí que estábamos solos los dos en ese auditorio y cerré mis ojos lagrimosos, acariciando su lacio cabello negro. Alguien tuvo la delicadeza de alcanzar un vaso con agua y se lo ofreció a mi abuela para que se lo diera a la niña. Al final de esa reunión, nos invitaron a pasar para orar por nosotros. Esta vez hubo más tacto y por primera vez, el pastor Villegas nos abrazó paternalmente. La congregación toda se unió en un abrazo aquella noche, aunque nadie lloraba con nosotros.

No se hizo fácil rearmar nuestras vidas. Abuela Graciela y tía Lorena debían regresar, si bien, abuela prometió volver para quedarse una temporada con nosotros. Comenzamos la escuela en marzo, pero mamá estaba ausente de todo. Todavía no volvía de su duelo y los abuelos murmuraban que era muy posible que hubiera caído en depresión. Hermano Jaime se volvió muy hostil y seguía reservado en sus cosas. Tenía una mirada que solía asustarnos. Hermana Maggy había continuado con mucho empeño y responsabilidad, el curso prebautismal y cuando llegó el tiempo de rendir la prueba que se tomaba al final, decidieron no pasarla por alto y resultó tener la mejor nota entre los veinticinco que habían perseverado. Se habían fijado los bautismos para el domingo primero de abril y el domingo veinticuatro de marzo, hermana Maggy tuvo la más grata de las sorpresas cuando el pastor Villegas anunció que ella, a pesar de no tener la edad mínima requerida por las regulaciones de la entidad, había completado el curso para ser llevada a las aguas del bautismo, destacándose su fidelidad, lo que había terminado por convencerlo de que no podían impedirle dar ese paso. Ella pegó un salto de alegría y durante unos minutos, volvió a ser la niña llena de vida que conocíamos antes de la tragedia. Luego, su alegría se convirtió en un llanto de sensaciones encontradas. Vino la hermana Priscila y la contuvo en un abrazo. De regreso a casa esa noche, teníamos la esperanza de que mamá cediera y asistiera el próximo domingo, pero el único que entendió la importancia que tenía el evento fue hermano Jaime. Regresaría por primera vez desde aquella asistencia familiar dominical, la semana en que todo había cambiado.

Continuación del cuento aquí

©18/06/12  MJP – San Carlos de Bariloche, Argentina

Una Sangre


Hoy tenía el deseo de ir a donar sangre para el esposo de una querida persona que conozco. Tuve que completar una interminable lista de requisitos que abordan preguntas que en mi caso parecen absurdas y hasta graciosas. Que si tuve relaciones sexuales con un hombre en el último año; que si pagué por sexo; si me tatué, drogué, me horadé con un piercing; y así sucesivamente. La sangre es cosa seria y podría terminar complicando la existencia de los receptores en lugar de favorecerlos como es la intención. Yo tenía ganas de decir: “¿Acaso no saben cuál es mi estilo de vida?” Y al final tuve que salir desechado por la simple razón de un resfriado que parece estar más relacionado a las cenizas del volcán chileno que a otra cosa. Hace algo así como un año, en otro centro de salud de Bariloche, sí pude completar el proceso y mi sangre fue destinada para la delicada salud de un ex colega en el ministerio musical. Es un milagro que ese chico hoy esté vivito y coleando, y seguramente tocando la guitarra tan bien como siempre. “Tenés que estar sanito como un pajarito”, me dijo la enfermera hoy y me sentí discriminado por mi mero resfrío, aunque igual valoro profundamente mi estado físico y mi salud, que todavía me responde con el vigor de la juventud y salvo este extraño resfriado, no hay medicamentos, ni reposo, ni malestar en años redondos de mi calendario. Yo debo también ser consecuente con ello, porque no soy superman y mi cuerpo requiere de la debida atención, y los excesos, tarde o temprano, pasan factura. Estoy haciendo una inversión para mis años avanzados en materia de salud y cada tanto, me hace bien saber que mi buena salud puede brindarles un torrente de vida a personas menos afortunadas.

 

The Blood That Moves The Body es una de las canciones de mi adolescencia, del grupo noruego con el que hice mi primera incursión al idioma inglés cantado. Y después fui haciéndome una remota idea de lo que significa espiritualmente hablando la sangre, puesto que para expiar los pecados, el pueblo de Israel debía apelar a los sacrificios de animales. En la sangre estaba la clave. Eran ritos sangrientos y todavía se practican, aunque hoy es casi patrimonio del ocultismo y nosotros hemos obviado el tema para no causar malas reacciones, o quizás, por el cuidado de las personas que son impresionables (Me refiero a su referencia; no a su práctica). Los antiguos celebraban pactos de sangre cuando llegaban a un acuerdo que necesitaba contar con un sello irrefutable.La Biblia se divide en dos grandes secciones que se llaman Antiguo y Nuevo Testamento, respectivamente, y tienen justamente que ver con pactos, o acuerdos, o contratos, y la sangre está implícita en ellos. La especie humana proviene de una misma sangre, por más que hoy seamos negros y blancos, altos y bajos, gordos o flacos, judíos o gentiles. Eso es algo que parecemos olvidar a menudo porque llevamos la xenofobia cada día más incorporada a nuestros patrones de comportamiento.

 

Una sangre.

 

En la iglesia todavía escucho la estúpida canción que dice que con una sola gota de Su sangre bastaría para limpiar mi corazón, ignorándose olímpicamente con eso la analogía que existe entre lo que ocurre en un cuerpo natural y lo que sucede con el cuerpo de Cristo. Ninguna célula tiene la exclusividad sobre ninguna gota de sangre en mi cuerpo, como para que yo me las arregle con una sola gota de la sangre de Cristo. ¡Ignorancia RH positivo, brother! La sangre fluye en un torrente asombroso, llevando a cada rincón de mi organismo todas las propiedades que sirven al correcto funcionamiento de los distintos órganos vitales, y hace años ya que encontré una asombrosa revelación en la epístola que escribió el apóstol San Juan, en la que habla de que si tenemos comunión unos con otros, la sangre de Su Hijo (Jesucristo) nos limpia de todo pecado (véase 1 Juan 1:7); o sea, que el mismo hecho de estar insertado en el cuerpo hace que la sangre fluya, llevando nutrientes, generando anticuerpos para la defensa del organismo y también limpiando a cada célula de los desechos y hasta de células muertas. Y no es que me las dé de experto en anatomía, ni mucho menos, pero el apóstol, al escribir esta carta, conocía mucho menos el cuerpo humano de lo que hoy resulta de dominio público. Algunos pueden pensar que soy demasiado extremista al cuestionar una canción tan linda, pero cuando en el fondo de ese cantar se evidencia el profundo desconocimiento de un tópico fundamental en la vida cristiana, no puedo quedarme como si nada pasara. Si quiero que la sangre me limpie, necesito la comunión: la iglesia. No me gustaría terminar siendo de esas células que pasan a la historia porque murieron y ya no sirven en el organismo.

 

La cuestión fundamental es que continuaremos fallando y equivocándonos, y si no fuera por el nuevo pacto, nuestras pampas no sabrían lo que es ver a un rumiante pastando, porque no nos hubieran alcanzado las especies animales para limpiar nuestra conciencia de maldad. Yo peco, tú pecas, él peca; nosotros pecamos y ellos también. Y si quiero estar limpio, no me sirve cantar esa estúpida composición, pues con la comunión logro que la ley natural también surja efecto en el mundo espiritual. Leí un muy buen libro que habla sobre la persona del Espíritu Santo, en un lenguaje muy sencillo y comprensible, y se habla de lo saludable que necesitó ser Jesucristo para ofrecerse en sacrificio por nuestros pecados. Si fuera que pudiéramos recibir una transfusión de Su sangre, no habría enfermedad que se resistiera a Su poder, y justamente, hay allí una clave muy importante para nuestro diario vivir. El diablo hará todo cuanto pueda por velarnos esa verdad y engañarnos con sus ardides. Y mi madre está leyendo a una de sus autoras favoritas, que es una admirable maestra de las Escrituras, que dedica un libro a tres partes esenciales para el caminar en victoria: La Palabra, El Nombre y La Sangre. A mí me da mucho gusto verla cultivarse y aprender principios tan importantes, aun cuando a ella siga pareciéndole agradable la canción aquella de la gota. La tesis de este libro es que si en el cielo, esos tres elementos son imperativos para hacer guerra y vencer, también en la tierra necesitamos entender el valor que hay en ellos.

 

Yo tomé de soslayo el libro y leí apenas los 3 primeros capítulos, pero entiendo que hay misterios por descubrir encubiertos en el registro de las Sagradas Escrituras, que si las ignoramos es porque nos interesan poco. El cuerpo de Cristo necesita cada día del torrente sanguíneo y no necesitamos de una transfusión Suya, porque con ser parte del cuerpo, ya está incluido en el combo el fluir de esa preciosa sangre que le recuerda a Dios que el precio de todos nuestros pecados ya fue saldado en la cruz en que murió Su Unigénito.

 

Y en este artículo hay una ley fundamental de por qué es tan necesaria la vida de iglesia, a pesar de todo lo defectuosa que pudiera parecernos; de hecho, nosotros mismos no somos perfectos como para demandar tanto a los demás. El hecho es que como célula aislada del cuerpo, no puedo pretender tener vida en Su Nombre, y lamentablemente hay hoy muchos que suponen que su alejamiento no es tan perjudicial porque todavía oran, leen las Escrituras, cantan unas canciones, siguen creyendo en Dios y etcétera.

 

Siempre guardo el recuerdo de una anécdota leída en un devocional hace casi una década, que habla de un pastor que visitó a un feligrés que había estado ausentándose. Este lo recibió en casa en una fría noche y ambos se sentaron frente a la hoguera sin intercambiar palabras, mientras el fuego ardía vivamente provocando un estallido de chispas, sonido y color en el silencioso encuentro. El pastor tomó las pinzas y con ellas tomó a uno de los carbones y lo apartó lejos del fuego. Mientras el fuego seguía ardiendo, el carbón poco a poco se fue apagando hasta extinguirse completamente su fuego. El ministro decidió que era tiempo de irse y al despedirlo, el miembro le agradeció por el sermón silencioso y prometió verlo en el servicio dominical.

 

Creo que de nada le serviría al carboncito ponerse a cantar que una sola chispa le serviría para mantener viva la llama. Nosotros tenemos una sola vida para hacer lo que debemos, y a veces hacemos lo que no nos conviene, pero a pesar de nuestras debilidades y flaquezas, la vitalidad espiritual está en perseverar en una iglesia, donde no solamente cae una gota, sino que fluye el torrente sanguíneo para limpiarnos de todo pecado, para así estar en luz.

 

Como Bono, también aprendí que no se trata de jugar a ser Jesús porque hasta aquí, resucitar a un muerto me queda demasiado grande. Me ha tocado sorprenderme de cómo impacto una vida con pequeños detalles, como compartir unas preguntas, llevar sus cargas, o hablar de asuntos que son mis dilemas no resueltos para encontrar a la vuelta del tiempo que me dicen que nunca olvidaron el consejo que les di, cuando en realidad era una forma de exteriorizar a los leprosos de mi cabeza. Allí entiendo que el amor cubrirá multitud de faltas y que sin importar mi condición particular, hacer volver a un extraviado es algo así como ganar un Grammy en el reino de los cielos. Es que se trata de esa comunión que no se logra simplemente cantando una canción.

 

© 29/11/11 MJP, Bariloche – Argentina

Say No More


Imagino que en lengua inglesa el día nefasto de nuestra historia, se pronunció con júbilo el éxito de la operación: el enemigo había sido devastado. Japón recibía lo que mereció. No parece haber códigos éticos en las guerras. No pidas misericordia el día en que a tu enemigo se le da por sobrevolar tus aires con un arma que dejará su huella en tu piel para siempre.

Hubo que justificarlo y eso es lo que siempre hace el ser humano desde el principio; «La mujer que me diste…»; «La serpiente…»; y seguramente por aquel episodio de un 9 de agosto, el gobierno de los Estados Unidos tuvo una muy buena explicación para que nos olvidáramos del tema y diéramos vuelta a la página para seguir con el curso de la historia, y en definitiva, celebrar la paz, porque gracias a esas bombas, la guerra más devastadora de nuestra historia llegó a su fin. Volvimos a ser amigos. Yo todavía no había nacido, y no sé cómo habría reaccionado ante el asunto si hubiera sucedido hoy.

El ser humano demuestra lo peor de su naturaleza en anécdotas como éstas, que no son nada menores. Hay historias, hay vidas de personas que nada tuvieron que ver con el conflicto a las que el capricho ajeno un día les quemó la vida. Yo no había recordado la efeméride y pareciera que se disimulara demasiado bien en todos los medios, incluído internet, porque tal vez como parte de la misma especie, a todos nos dé vergüenza lo que sucedió ese día.

El odio sigue agazapado a diario y es el mismo que llevó a la detonación de Fat Man, y es que resulta que nos sentimos dueños de lo ajeno y creemos ser merecedores de cualquier cosa, aun cuando eso signifique la vida de otro ser humano. Somos salvajes a pesar de la máscara civilizada que usamos y aunque usamos las fórmulas de cortesía, sabemos dejar anidar en nuestros corazones las raíces del odio que emitió su macraba carcajada el día que Oriente lloraba y decidía levantar la bandera blanca. Y sin que quisiéramos percatarnos de lo evidente, todos estos años transcurridos se han parecido demasiado a ese día 9 de agosto, porque dejamos que la incorregible Confederación tome el control y decida la suerte de cualquier nación en el mundo, llámese Cuba, Panamá, Chile, Argentina, Afganistán, Irak, Libia… etc.

Yo había olvidado la efeméride pero me lo recordó una señora estadounidense que reconoce la barbarie a la que llegó su país.  No podría reproducir más que fragmentos de esa charla, pero el resumen de todo es que hacen falta como nunca los pacificadores activos en este mundo y suponiéndose que ese rol lo cumplan los embajadores de Cristo, pareciera haber un vacío que nadie está llenando, mientras observamos cómo el mundo se dirige a la debacle, y en una de esas, también a otro hongo como el que se elevó hasta lo más alto para quedar de monumento a nuestra degeneración.

Alguna vez un Maestro enseñó que no se requería del homicidio para ser culpable ante Dios; bastaba un insulto (y hoy parece tan cotidiano). Al primer homicida se le preguntó dónde era que estaba el hermano y respondió con pedantería que si acaso le tocaba ser la niñera de esa víctima fatal.

Se le dijo que le sangre de su hermano clamaba por justicia y si la ley se aplica y sigue vigente, en Nagasaki todavía debe clamar la de todos aquellos a los que les llovió una bomba atómica.

El peor pecado


Yo idealizado

Un día sentimos vergüenza de que el otro nos vea desnudo y comenzamos a ensimis-marnos tanto que aquella presumida inocencia se va para nunca volver.

No hay mayor pecado que elevar el propio orgullo que a veces se disfraza de piedad cuando decimos Me siento orgulloso de…. No se nos ha enseñado que el orgullo en cualquiera de sus formas es el peor veneno que contamina al mundo y, qué tristeza provoca ver que ha llegado a predicarse en nombre del amor que no podremos amar nunca mejor si acaso no nos amamos a nosotros mismos primero; y el plural de esa aseveración es simplemente decorativo porque implica la individualidad y nunca el colectivo.

A veces pienso que mis palabras caen en saco roto, porque hay personas que no captan jamás la idea de lo que significa el amor. El amor no se trata de mí, y no hay peor suicidio que el ejecutado por aquellos que se limitan al ámbito de su propio encierro. Y por supuesto que puede llegar a parecer noble, pero es presuntuoso y altanero suponer que no hay nadie fuera de uno mismo en quien podamos refugiarnos. Ya de por sí la sola idea deja fuera de la fórmula a Dios.

Hubo un día en que pretendió predicar que Dios había muerto y, entonces sí tenía sentido que no pensáramos más que en el propio beneficio porque no habría sentido en nada más que en la exaltación del yo. Este Universo no podría soportar siquiera que Dios dejara de respirar (si es que acaso lo hace) por un par de segundos.

Ceguera del alma

Y puede que la mayor evidencia de su existencia la encontremos en el más desinteresado de los amores que da sin esperar recibir; que antepone los intereses ajenos a los propios y, que  no comete esa burda torpeza de vivir pendientes del reflejo propio en un espejo cuando nuestros ojos sirven mejor para ver el reflejo de esa imagen de Dios en la vida de los demás.

 

©22/03/2011 MJP