Todo se nos hacía nuevo y la gente a nuestro lado parecía feliz, escuchábamos todo con atención y si bien no entendíamos muchas de las cosas que se daban por sobreentendidas, iríamos adoptando con disimulo cada uno de los clichés, y al llegar a casa compartimos las dudas que nos surgieron para saber si de algún modo, alguno de los integrantes de la familia se había dado cuenta lo que al resto pasó desapercibido.
Era un cambio rotundo en nuestro estilo de vida, más allá de que por dentro las cosas seguían estando en la misma condición. Aplaudíamos sermones y decíamos “amén” como el resto, en una suerte de motivación para el predicador que, por lo general, era el pastor Héctor D. Villegas. Todos al principio nos trataron con demasiada deferencia y nos hicieron sentir valiosos, pero eso se fue diluyendo con el curso de las reuniones. Mi hermano Jaime pensaba que íbamos camino a ser parte de la hermandad en todo el sentido de la palabra. Teníamos que comprarnos una Biblia cuando menos para no ser mirados como sapos de otro pozo. Al principio venía la hermana Cecilia o el hermano Víctor y nos extendían con toda la amabilidad del orbe sus propias Biblias, señalándonos incluso el preciso lugar donde habría de leersela Palabra de Dios.
Del primer sermón nos acordamos muy bien el pasaje, porque fue el tema de conversación durante varios días en casa, sin que tuviéramos cómo mitigar las dudas. Sacábamos nuestras propias conclusiones pero se nos hacía todo confuso, porque ni siquiera la exposición tuvo algún grado de relación como para aclararnos la idea.
“Yo soy la Vid verdadera y vosotros los pámpanos…”
Nunca en nuestras vidas nos habíamos encontrado con esas palabras y cuando la primera noche, después de la reunión nos pusimos a debatir al respecto, papá llegó a pensar que podría ser una metáfora, pero el pastor lo había planteado con tanto énfasis en el modo indicativo que nos parecía que había que habituarse a nuestra nueva identidad. Además, como lo había dicho Jesús, entonces, era palabra sagrada y no se cuestionaba ni se preguntaba. En aquella reunión los presentes se limitaban a decir «amén», y cada tanto un agudo grito de «¡Gloria a Dios!» que nos asustó mucho en un primer momento.
Lo que no se nos ocurrió cuestionar bajo ningún punto fueron las ofrendas. De hecho, tuvimos una agradable sensación de que pudiéramos hacer nuestro aporte económico a la causa. Siempre habíamos gastado sin reparos en distintos eventos que organizábamos, o a los que nos invitaban, así que no veíamos por qué en este caso, tendríamos que pensar de otro modo. La hermana Priscila fue la que con su cálida sonrisa nos dispensó un «Dios bendice al dador alegre» y la reunión siguió su curso con canciones y una oración para la clausura, en la que nos íbamos en paz y en comunión con Dios y los unos con los otros.
No es que fuéramos expertos en analizar disertaciones, ni mucho menos, pero el pastor se puso a hablar de cosas que le pasaron en el supermercado y también habló de que sus hijos van tan bien con sus carreras universitarias, que eso demuestra que son verdaderos discípulos. Entonces, Jaime codeó a Magdalena que estaba a su lado, porque este trimestre había sacado una sustancial ventaja en sus estudios con respecto a su hermana. Magdalena, que tenía un profundo amor propio tomó eso como un desafío, si bien, la mención pastoral le provocó un grado de recelo hacía los hijos del pastor. Llegó incluso el punto en su alocución en que el mensajero se vanaglorió del puesto en la tabla de posiciones de su equipo de fútbol preferido, lo que ocasionó un murmullo marcado por la rivalidad entre los grandes del fútbol argentino. Se refirió también a la cuestión política de la ciudad y destacó la labor de algunos de los hermanos que nos pareció fácil identificar por esa cara-de-yo-no-fui que pusieron.
Como éramos nuevos, al final del mensaje la cosa se tornó emocional y con una música de fondo un tanto desprolija del tecladista, nos invitaron a mostrarle a todo el auditorio que nosotros éramos una manga de pecadores de primera, y entonces, como no queríamos resultar groseros ante la propuesta, pasamos y repetimos una oración prefabricada, que después supimos que era la del pecador. Lo sorprendente del caso fue que Jaime se despachó en lágrimas el-muy-lindo y nos quedamos mirando como diciendo ¿es o se hace? Claro que el señor quedó como un duque y fue el prototipo del pecador arrepentido, aunque su comportamiento pareció no haber sufrido ningún tipo de cambio en lo sucesivo.
Yo, volví a casa gozándolo y de ese modo mitigué bastante lo ofuscada que estaba Maggy, que había tomado como una escena de la peor bajeza la actitud del penitente. Por supuesto que esa semana no le resultó fácil al gran actor de la familia puesto que ante cualquier contrariedad suya, le sacábamos en cara sus lágrimas de cocodrilo y llegaba a ponerse verde de la bronca pero no tenía cómo rebatir nuestra lógica. Lo extraño del caso fue que en las siguientes reuniones dominicales, nos tocó en turno a Maggy y a mí el concierto de lágrimas y ni siquiera nos lo propusimos. Nos empezaron a tratar de hermanos y ya andábamos para todos lados anteponiendo el grado de filiación llamando incluso hermano papá y hermana mamá a nuestros progenitores. Ellos lo tomaban a bien, a pesar de que un día mamá andaba con los patos volados y mandó a freír churros al inoportuno hermano Jaime. Lo bueno era que ya no se peleaban tanto en casa como antes.
La tarde que hermano papá llegó a casa con un par de Biblias muy bonitas, tuvimos una de las veladas familiares más hermosas de las que tengamos memoria. No teníamos ni idea de qué leer y el misterioso libro no parecía querer contribuir a que lo entendamos porque ante la sugerencia de mamá de abrirlo en un lugar cualquiera, porque seguramente encontraríamos un pasaje revelador, dimos con:
“Recoge de tus tierras tus mercaderías, la que moras en lugar fortificado. Porque así ha dicho Jehová:
He aquí que esta vez arrojaré con honda los moradores de la tierra,
Y los afligiré, para que lo sientan.”
Guardamos un reverente silencio que parecía impedirnos hasta respirar, pero entonces, papá pidió que nos fijáramos dónde estaba eso para chequearlo en su propia Biblia. Mamá le dijo que era la página quinientos noventa, y como él no encontró nada de eso en la suya, volvimos a asustarnos hasta que Maggy fue la iluminada que sugirió buscar el índice y entonces, entendimos que había nombres distintos y algunos resultaban conocidos como Proverbios, Apocalipsis, Génesis (que era el grupo favorito de hermano papá). Así fue que vimos que había algunas diferencias entre las dos Biblias, pero respondían a una cuestión de presentación, más que a otra cosa. Entonces, decidimos dejar sin efecto nuestra incursión fortuita para buscar algo que pareciera más entendible. Yo propuse que nos fijáramos en eso de los pámpanos otra vez pero Jaime dijo que había notado que el cantante de la iglesia siempre mencionaba a los Salmos y que aparentemente, las canciones las tomaban de ahí. Así dimos con que los Salmos constaban de ciento cincuenta capítulos, porque mamá se había dado cuenta que los números grandes coincidían en número con los capítulos atribuidos en el índice a cada nombre, y cuando Maggy quiso cerciorarse de si había otro nombre con más capítulos, hojeando nombre por nombre, Jaime se le adelantó y tomando la Biblia de hermano papá, recurrió al índice para descubrir que ningún otro llegaba ni remotamente al cien.
Entonces, volvimos sobre los Salmos y nuestra primera referencia fue el capítulo setenta que empieza diciendo
Oh Dios, acude a librarme;
Apresúrate, oh Dios, a socorrerme.
Sean avergonzados y confundidos los…
–Bueno, bueno. Suficiente –dijo hermano papá. –No nos apresuremos. Uno sólo de los numeritos está bien. Ahora busco yo, uno.
El nuevo pasaje ya nos parecía más comprensible. Era una súplica, puesto que así se titulaba. Papá decidió irse hasta el final; al número ciento cincuenta.
Alabad a Dios en su santuario;
Alabadle en la magnificencia de su firmamento.
Ahora era el turno de hermana mamá y como era de esperar, se fue al otro extremo.
Será como árbol plantado junto a corrientes de aguas,
Que da su fruto en su tiempo
Y su hoja no cae;
Y todo lo que hace prosperará.
Ella eligió el numerito tres y no el uno. Ahora, el turno de hermano Jaime.
Yo anduve errante como oveja extraviada;
busca a tu siervo,
Porque no me he olvidado de tus mandamientos
Cuando dijo que era el capítulo ciento diecinueve, y el versículo ciento setenta y seis, nos provocó bronca por esa actitud suya de siempre. ¿De dónde había sacado que los numeritos se llamaban versículos? Hermano papá determinó, para colmos, que el tipo tenía razón. Nos sobraba; le pasó la Biblia a hermana Maggy y lo hizo como diciéndole “tratá de emularme, nena”.
Te alabaré, oh Jehová, con todo mi corazón;
Contaré todas tus maravillas.
Y se puso a cantarlo, porque se había grabado hasta la melodía de esas palabras que a nosotros se nos habían pasado por alto en la iglesia. ¡Bingo! Ahora, hermano Felipe… hermana mamá me miró compasiva como diciendo “nadie te pide que hagas maravillas”. Yo elegí el número de mis años y para no variar, me gustó bastante el numerito uno que hermano Jaime había dicho que era “vernáculo”, o algo así.
En Jehová he confiado;
¿Cómo decís a mi alma,
Que escape al monte cual ave?
Y contentos con nuestra primera incursión en el relato bíblico, nos fuimos muy felices a dormir; hermano papá, como nunca antes, nos dio un abrazo a cada uno, incluida hermana mamá y dijo que nos amaba. Hermana mamá se largó a llorar y hermana Maggy, para no quedarse atrás, le hizo honor a su nombre.
Nos fuimos acostumbrando a la rutina de asistir tres veces por semana, cuando menos, a la iglesia. Nadie nos dijo por qué ni para qué, pero uno comienza a mimetizarse con el entorno de a poco, para ir pareciendo cada vez más una parte de esa comunidad. Al principio lo necesitábamos mucho, sobre todo por las cosas que estaban sucediendo en casa, y nos sirvió encontrarnos con la fe.
Fue todo un acontecimiento asistir por primera vez a una reunión con Biblias, a pesar de que sólo hermano papá y hermana mamá tenían. Ese día, cuando se anunció el pasaje que se predicaría, hermano Jaime arrebató de las manos a hermano papá su Biblia y se volvió a dar sus aires al encontrar el capítulo, incluso antes que muchos de los miembros regulares. Yo trataba de llevar un registro de esos detalles y recuerdo que se dijo Filipenses dos, del uno al cinco. Hermana mamá, junto a hermana Maggy, debieron recurrir a la pedante ayuda de hermano Jaime, porque no sabían si se trataba del capítulo dos, del uno o del cinco.
La exhortación fue bastante comprensible, ya que hablaba de cómo debíamos tener esa misma actitud de humildad, como para no creernos más que los demás, sino que teníamos que servir, en vez de andar dándonosla de importantes. Yo estaba tan atento a la exposición que en un momento fijé la vista en hermano Jaime, que se fue sonrojando, y largué una carcajada que resultó embarazosa para toda la familia, ya que el resto giró al unísono para mirarnos, mientras se hizo un silencio mortal desde el púlpito. Hermano papá me llevó casi a las rastras para el baño, mientras el orden parecía restablecerse como si nada hubiera pasado. En ese calvario que significó la vuelta a mi lugar, luego de la reprensión, caí en la cuenta de que había una hermanita que estaba como para enamorarse de una. El desgraciado de Jaime me esperaba con su acostumbrada sonrisa maquiavélica que, si no fuera por el sagrado marco y el hecho de que me llevara cinco años, se la acomodaba de una trompada. Lo bueno es que ahora tenía algo con lo que calmarme y volar en mi imaginación. Ya no me volví a concentrar en lo que se predicaba. Todo siguió su marcha normal hasta la oración final, aunque ya nada era lo mismo para mí que, de tanto en tanto, giraba para asegurarme de que ella seguía iluminando mi existencia. Me hice el que tenía que pasar por su lado a la salida y aprovechando la casualidad, la miré otra vez y le dije “Hola… eh… ¡chau!”. Ella, con el más inamovible de los tonos, me respondió “Dios te bendiga” y yo me sentí un soberano idiota al no ubicarme en el contexto adecuado para saludar a una hermanita que, a esas alturas no me interesaba en absoluto como hermana justamente.
– ¡Qué cosa seria con vos, Felipe, eh! –Sentenció hermano papá, apenas salíamos – ¡Reírte como un reverendo nabo, delante de todos!
–Siempre el mismo pelot… ¿Vi…vieron qué lindo mensaje? – dijo hermana Maggy, disimulando la palabra que hacía rato que no utilizábamos y casi se le escapa.
Mamá la regañó con una mirada desaprobadora, levantándole las cejas como para que se diera cuenta que había estado por cruzar los límites. Hermano Jaime caminaba más adelante pateando piedras, sin participar de los alegatos.
Desde entonces, se fue dando una sinergía muy especial entre hermano papá y hermana Maggy que los volvió muy compinches si bien, por otro lado, generó ciertos malestares en hermana mamá. Hermano Jaime seguía con su vida de siempre y en ocasiones se mostraba muy molesto de que usáramos el rótulo de hermano para acá y hermano para allá, con él. Hermana Maggy y hermano papá se volcaron con mucho interés al estudio de la Biblia y aunque a hermana mamá eso a veces le generaba curiosidad, por lo general, prefería seguir su telenovela favorita ya que afirmaba que era suficiente teología tener que soportar sermones interminables en la iglesia que solían dejar gusto a nada, como para tener, encima, que continuar en su vida hogareña investigando asuntos de otros siglos que se hacían difíciles de comprender. Hermano Jaime, por su lado, se ponía a jugar en la computadora y allí parecía entretenerse mucho más que con la santulona costumbre de leer la Biblia. Por mi lado, yo repartía mi tiempo entre tareas, cuentos y novelas y, cada tanto, me sumaba a la investigación que solía ponerse muy interesante, sobre todo cuando participábamos la mayoría de los integrantes de casa. También se había incorporado la tradición de elevar una oración de agradecimiento a la hora de las comidas; eso provocaba una disimulada vergüenza cuando éramos visitados por algún pariente o amigo de la escuela, pero hasta el Terry se tuvo que acostumbrar a la solemnidad de ese momento ya que un par de veces ligó una patada que le hacía sonar las costillas por irreverente.
Hermano Jaime comenzó a declinar su dominio en materia escolar y hermana Maggy tomó la delantera, seguida, algo de cerca por mí. Hermano papá la consentía cada vez más; hermana mamá por su parte la marcaba de cerca y no le perdonaba una. Hermano Jaime llegó a la decisión de no querer asistir más a la iglesia, pero le respondió el jefe de casa que nunca nadie le había preguntado si acaso estaba o no de acuerdo con ir. A mí, a esta altura, me ignoraban la estruendosa carcajada que coronaba estas anécdotas como si lo mío fuera un objeto decorativo de mal gusto en la sala de la casa, que había que conservar y resignarse a aceptar. La vida familiar ahora tenía sentido y empezábamos a sentir que había gente que nos estimaba realmente y que no estábamos a la deriva en este mundo.
Yo no sé si mi hermana se dio cuenta de las hormigas que me recorrían en toda mi geografía interna o qué, pero entabló relación con la chica de los ojos lindos, que ahora, para colmos, me hacía elevar vuelo con una mirada de cara ladeada y repetidos abrires y cerrares de pestañas. Hermana Maggy dijo, como quien no quiere la cosa, una noche durante la cena, que Andrea Carolina había preguntado por mi nombre y la infidencia me encontró tan desprevenido que se me escaparon de la boca tres ravioles con su rica salsa boloñesa y pasé a ser una vez más el blanco de todos los cuestionamientos por no saber guardar las formas ni siquiera en la mesa… Aproveché la retórica y la oración por los alimentos para preguntar si esta no era buena ocasión, acaso, para perdonarme los pecados así como Dios les perdona las que se mandan los presentes en el transcurso del día. “Con que Andrea Carolina y qué lindo le quedaba el nombre a secas.”
Ya para la quinta semana de asistencia, entrando en el final de ese año bien vivido, comenzamos a distinguir a la masa congregacional por nombres y en veces, apellidos. También nos familiarizamos con los roles que cumplía un selecto grupo entre los cuatrocientos dieciséis miembros registrados. Claro que de las estadísticas a la realidad había un trecho de unas noventa y nueve almas que se traspapelaban, entre los partidos de fútbol del domingo, los que salían de viajes, los que se enfermaban y los que se hacían, los que habían calzado un laburito temporario que les impedía congregarse y, sobre todo, los que por alguna espina en el corazón, habían jurado por todos los santos no volver a pisar en su vida esa iglesia de mala muerte, bien que antes del conflicto ponían las manos en el fuego del infierno si hacía falta por el buen nombre de la Comunidad de la Fe Verdadera y su apreciado pastor Héctor Villegas.
La mayoría de los cuatrocientos dieciséis, no tenía idea sobre qué significaba el nombre de la institución siquiera, pero esas ganas de pertenecer que tiene la gente, los llevaba primero a buscar a Dios, porque era lógico que lo necesitaran, para después acomodarse entre los calienta-bancas siempre tan cuestionados desde el púlpito, amén de que en la práctica, el que acomodaba las sillas al final de la reunión tenía idea hasta de la temperatura corporal del que se había apapachado durante esas buenas horas de liturgia. Yo lo cuento todo esto, porque me quería hacer el buen cristiano con el padre de Andrea Carolina Sambueza y entonces le ayudaba toda vez que podía al final de las reuniones.
Esa era la fórmula perfecta para ir conociendo, como quien no quiere la cosa, los dimes y diretes que hacían a la familia de Comunidad de la Fe Verdadera.
Cada uno de nosotros fue haciéndose de su propio círculo de amigos, que en la jerga eclesiástica tenían antepuesto al nombre, el siempre sagrado y benemérito rótulo de hermano. Ni que se te ocurra llamar de buenas a primeras por el nombre de pila a uno de los miembros porque era como apostatar de la fe.
Tanto el pastor Villegas, como su amada esposa, la pastora Rosa Villegas, se retiraban casi al tiempo del amén final, porque de esa forma evitaban roces con los hermanos y se libraban de los conventillos que se gestan porque a mí me saludó así nomás y a hermano Fulano si vieras con qué cordialidad le dirigió el saludo. Cada uno sabía qué pito tocaba en esa cotidiana rutina de reuniones casi calcadas. Nosotros llegábamos a casa acostumbrados al habitual comentario de lo buena que había estado la reunión.
Hermano papá y hermana Maggy habían logrado descifrar datos valiosísimos del registro bíblico. Ya empezaban a entender borrosamente lo que se escondía en ese Gran Manual codificado. A pesar de esos importantes progresos, cuando hermana mamá lo comentó al pasar en una de las reuniones de Dorcas, la reconvinieron advirtiéndole que se cuidaran de las falsas doctrinas y terminaron de asustarla, pobrecita.
El nuevo año nos encontró con nuevos desafíos y con toda la motivación, salvando las diferencias personales, porque no todos tomábamos las cosas de la misma forma. A mitad del primer mes, convocaron a mis papás a una reunión privada en la que les comentaron sobre la importancia del bautismo y de afianzarse en los caminos. Hermana mamá hubiera rechazado toda propuesta pero no quiso contrariar en nada a su esposo, viéndolo, como nunca, tan entusiasmado en algo que en definitiva no tenía nada de malo. Empezarían sus estudios prebautismales en la primera semana de febrero y los bautismos se celebrarían hacia fines de marzo, previo a la Semana Santa.
Desde ese mismo día, hubo una mejor razón para seguir escudriñando las Escrituras y ahora, gracias al amor que profesaban hermana Maggy y hermano papá por la Palabra de Dios, fuimos todos sumergiéndonos en los descubrimientos que caracterizaban a cada día. Nos habían pasado el dato de un vendedor de libros, Biblias, CDs, diccionarios y todo lo que tuviera que ver con la iglesia. Hermana Maggy guardaba una secreta admiración por ese extraño sujeto, porque conocía mucho sobre libros, la tenía bastante clara con la música y además, se ponía a hablar de la Biblia y se le iluminaban los ojos. Ahora, había música cristiana en casa y el ambiente parecía distinto en esas veladas en que, luego de cenar, nos volcábamos al estudio bíblico. Nos quedábamos hasta que nos vencía el sueño y siempre hermano Jaime era el primero en retirarse, aunque no la sacaba fácil en su intento de lograr licencia para pavear en internet. Decía que tenía agregados a varios de los hermanos de la iglesia en el chat, pero hermano papá no se chupaba un dedo. Hermana mamá y yo parecíamos turnarnos en ser los siguientes en la lista somnolienta. Hubo una de las noches, a fines de enero, que me levanté para ir al baño luego de haberme retirado a mis aposentos y escuché un llanto muy extraño en el estudio donde se quedaban hermano papá y hermana Maggy: nunca había visto llorar a papá como esa noche y no sabía si por la emoción, o qué, sentí esa noche una atmósfera intimidante y como electrizada. Ellos dos estaban con sus ojos cerrados y a hermana Maggy también le caían lágrimas sin que se la escuchara llorar. Me quedé contemplándolos y sin darme cuenta, mis labios se empaparon de un llanto muy pacífico y liberador. No puedo explicar lo que sentí esa noche y no le dije a nadie lo que sucedió. Creo que nunca en mi vida dormí con tanta paz como aquella noche.
Hermana Maggy esperaba con toda expectación cada noche para volcarse después de la cena a buscar esa sagrada sabiduría. Hermano papá llegaba de la aseguradora en que trabajaba y tenía tanta alegría, que ya no venía con los avatares que había tenido que sortear entre clientes y el jefe en su trabajo. Nosotros estábamos en vacaciones pero era tradición que nos preparáramos para el ciclo escolar que tendríamos ya que hermana mamá había cursado magisterio, a pesar de que hubo de abandonarlo cuando nació hermano Jaime. Nuestro esperado viaje a Mar del Plata, sería a mediados de febrero si Dios quería. Hermana Maggy se apresuraba a terminar el repaso en las materias que le habían costado más en su primer año de secundaria y abría el diccionario bíblico que hermano papá había comprado y que ella custodiaba con mucho celo. El vendedor incluso le había enseñado a usar la concordancia que había al final de la Biblia de hermana mamá. Nos contó también que era muy poco común que hubiera una familia volcada a estudiar la Biblia y que lo destacaba como ejemplo cada vez que podía y nos felicitó. Hermano papá le contó que se bautizarían pronto junto a hermana mamá. Hermana Maggy no podía hacerlo aún por la edad aunque ganas era lo que menos le faltaban. A mí se me hacía que ella le sonreía demasiado y le hablaba con una vocecita de condenada a muerte que le refregué en la cara un par de veces ese modo en que se le había dado por llamarlo: hermano vendedor. Ella solo sonreía.
Llegó el ansiado mes de febrero y el pastor Villegas decidió que no había nada de malo en que hermana Maggy asistiera en calidad de oyente a los encuentros prebautismales. Ella saltaba como becerro de la manada de la felicidad que tenía y yo, para no variar, le dije, “Ya sé cuál será el tema de conversación con hermano vendedor, ¿no?”
El sábado 2 alas 18:30 h sería la primera clase prebautismal. La expectativa que había en la noche del viernes era de novela. Las cosas habían cambiado muchísimo en estos primeros tres meses, que se cumplirían el día cinco. Y para hermano Jaime, la buena noticia era que al menos en esas horas del sábado, podría relajarse a gusto por un par de horas sin tener que pensar en religión. Era motivante el entusiasmo que tenían, y nos habían contado que los candidatos al bautismo eran cerca de veinte almas. En la Comunidad de la Fe Verdadera estaban más que contentos con este dato, puesto que lo que más se había estado buscando era hacer crecer a como dé lugar, el número de asistentes a las reuniones y que se registraran una veintena de miembros a la lista de buena fe, servía mucho a los intereses perseguidos.
Ahora captábamos mucho más el sentido de los sermones y hasta leíamos entre líneas, cuando se largaban indirectas como para corregir la conducta de alguna ovejita revoltosa. Hermano Jaime seguía jugando a encontrar primero el pasaje que se predicaría, pero le pasaban el trapo y yo hacía todo el esfuerzo en prestar atención a otra cosa, para no sucumbir a las risotadas que me inspiraban el cómico espectáculo. Ese sábado en la reunión general que siguió al curso prebautismal, el tema del sermón tuvo que ver con el paso de obediencia que se cumplía con el bautismo. Dio su rédito, porque la elocuencia con que habló el pastor Héctor, sirvió para que se sumaran seis interesados más al próximo bautismo. Cuando hicieron la convocatoria, hermana Maggy, casi en un acto reflejo, levantó su manito pero le volvieron a decir que no, que sólo podía asistir por ahora, como oyente. También el mensaje dominical fue una nueva zarandeada y los candidatos superaron con holgura los treinta. El sermón fue una pinturita y no era tanto que ahora comprendiéramos mejor, sino que estos días estaba claro que el pastor Villegas andaba muy inspirado. Me dijo Andreita que cada tanto se le iluminaban las ideas, pero que no le duraba mucho.
Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él;
Sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere;
La muerte no se enseñorea más de él.
Fue como aquella vez, antes de enamorarme de Andrea Carolina, que me atrapó en toda su dimensión la disertación desde el púlpito. No fui el único que ese domingo guardó un silencio reverente ante la exposición. Nos habló como a novatos, con esa calidez didáctica que nos había hecho tanta falta al principio. Hizo la analogía que existe entre el bautismo y la muerte y resurrección de Cristo. Hermana Maggy me miró un par de veces y me sonrió, porque algo de eso ella ya había dilucidado y era el tema de sobremesa durante estos apasionantes días de febrero en que parecíamos vivir solamente el costado espiritual de la vida. Esa predicación fue crucial en lo que se avecinaba para nuestra familia.
El lunes comenzaron los preparativos para nuestras vacaciones, cuyo viaje emprenderíamos una semana después, el lunes trece. Hermana mamá era muy metódica en todo esto y no dejaba nada librado al azar. Los anocheceres seguían teniendo esa incipiente tradición de meditar y estudiar la Palabra de Dios. Ya no recibíamos visitas como antes. Los amigos de hermano papá lo habían olvidado y hermana mamá, no contaba con afectos aparte de una prima que venía cada tanto a pasear y las hermanas con quienes se comunicaba por internet, solamente, puesto que no vivían en Bariloche. Los días eran estupendos y el calor nos obligaba a participar de la pileta municipal junto a hermano Jaime. Hermana Maggy nos acompañó solo una vez, ya que no le agradó nada que nos negáramos a regresar a casa para la sagrada hora en que llegaba a casa hermano papá de su trabajo. Los otros días de esa semana, excepto los últimos, ella se armaba una mesa en el patio y compartía la tarde con vecinas, compañeras de la escuela o algunas chicas de la iglesia. Hermano Jaime se había vuelto demasiado introvertido y se comunicaba más con gestos y miradas que con palabras. El miércoles en la tarde, nos habían dado permiso a hermano Jaime y a mí para faltar a la reunión y quedarnos hasta que el sol nos descascare las espaldas. La pasábamos bien en la pileta. Hermana Maggy nos contó que se sintió una princesita llegando de la mano de sus papás a la iglesia Comunidad de la Fe Verdadera. No quiso contarme ningún detalle más por ser yo, así de irresponsable.
Hermano papá era recibido cada tarde como rey volviendo de la guerra por su hija consentida. El jueves, ella lo esperaba con un lemon pie que le había preparado. No se dio cuenta del retraso porque aprovechaba todo instante disponible para ambientar mejor el lugar para la recepción, mientras, escuchando música de Romero, RoJO, Marcela Gándara y Juan Luis Guerra, bailaba y cantaba. Estaba demasiado entretenida como para darse cuenta que mamá salía corriendo desesperadamente hacia el Hospital Privado Regional. Había recibido un llamado urgente a su celular en que se le comunicaba que su esposo había tenido un gravísimo accidente en ruta Ezequiel Bustillo, kilómetro cuatro. Mientras aguardaba en el pasillo del nosocomio, aprovechó a enviarle un mensaje de texto a hermano Jaime, ordenándole que regresáramos de inmediato junto a nuestra hermana porque papá había tenido un accidente. Nos sentamos en el sofá a esperar y hermana Maggy oraba, pero ya era demasiado tarde. El lemon pie quedó como testimonio de ese momento que se nos hizo eterno.
Mamá llegó desecha y llorando a los gritos para buscarnos…
Fue el momento más difícil de nuestras jóvenes vidas. El desconsuelo de mamá y Maggy era imposible de mitigar. Con hermano Jaime hubimos de hacernos hombres esa trágica noche en que Sebastián David Hernández, nos había dejado para siempre a la edad de treinta y ocho años, por culpa de un colectivo, prepotente como siempre, del Transporte Urbano de Pasajeros, cargado a más no poder de personas, que embistió contra su auto. Mamá sólo repetía una y otra vez, “¡Por qué, por qué, por qué, Dios!”
El pastor Villegas faltó al velorio aduciendo compromisos impostergables que una mala lengua, nunca ausente en estas situaciones, desmintió a los pocos días, aclarando que el compromiso mencionado era nada menos que un partido de fútbol. Su oficio en el cementerio fue breve y nos supo a prefabricado. Mamá no habría de perdonárselo. De las centenas de hermanos de cada fin de semana, nos acompañaron ocho en total, contando al pastor, que llegó solo.
Tía Mirta, la prima de mamá, y nuestros abuelos paternos fueron la frágil contención de esos días grises de verano. Hermana Maggy parecía más aferrada que nunca a su Biblia y ya no usaba la que había adquirido con sus ahorros poco después de comprado el diccionario; ahora recorría la que fuera de papá. Me hablaba de la historia de Job y en esos días amargos, leyó una y otra vez sus cuarenta y dos capítulos. El rotundo cambio de la familia empezó a notarse poco a poco: mamá no volvió a asistir a la iglesia; hermano Jaime descargó toda su bronca sobre Dios y se lo resaltaba a la única en la familia que pareció continuar aferrada a Él. Yo no sabía bien qué hacer; me volví de nuevo a mis lecturas, aunque esta vez tomaba de la biblioteca de papá los volúmenes que eran de corte filosófico. El lunes trece llegó mi abuela materna junto a tía Lorena. Fue por esos días que llamó la pastora Rosa Villegas para hablar con mamá, pero debió conformarse en hablar con hermana Maggy, y conmigo. Maggy le prometió que el sábado asistiría de nuevo al curso prebautismal. Mamá la miró con desaprobación, pero sin decirle nada. Abuelo Jorge dijo que ellos la acompañarían de buena gana. Yo tenía ganas de ir también, había algo que extrañaba, como si fuera que al asistir, me encontraría nuevamente con hermano papá. Hermano Jaime enojado porque lo llamara así, manifestó que se quedaría acompañando a mamá, que no tenía ningún interés de ir a ese lugar otra vez. Ese fin de semana volvieron a tratarnos con todo el amor del mundo, como la primera vez que habíamos llegado y a mis abuelos eso los quebrantó, porque le hablaron cálidamente de su hijo fallecido. En cuanto al sermón de ese sábado, fue como muy obvio que el pastor Villegas trató de acallar la voz de su propia conciencia. Habló del pasaje que cuenta cómo Jesús lloró ante la muerte de su amigo. Yo saqué la conclusión de que él había estado muy lejos de ser amigo de hermano papá. Llegué a preferir no mirarlo mientras disertaba y volví mis ojos al piso y las palabras me parecían llegar desde otra dimensión. Yo tenía el deseo de volver la mirada y ver allí a mi familia entera, como antes. Cuando mencionó que Dios no es insensible al dolor humano, hermana Maggy se quebró en llanto y se volvió a mí, abrazándome para acallarlo. Yo sentí que estábamos solos los dos en ese auditorio y cerré mis ojos lagrimosos, acariciando su lacio cabello negro. Alguien tuvo la delicadeza de alcanzar un vaso con agua y se lo ofreció a mi abuela para que se lo diera a la niña. Al final de esa reunión, nos invitaron a pasar para orar por nosotros. Esta vez hubo más tacto y por primera vez, el pastor Villegas nos abrazó paternalmente. La congregación toda se unió en un abrazo aquella noche, aunque nadie lloraba con nosotros.
No se hizo fácil rearmar nuestras vidas. Abuela Graciela y tía Lorena debían regresar, si bien, abuela prometió volver para quedarse una temporada con nosotros. Comenzamos la escuela en marzo, pero mamá estaba ausente de todo. Todavía no volvía de su duelo y los abuelos murmuraban que era muy posible que hubiera caído en depresión. Hermano Jaime se volvió muy hostil y seguía reservado en sus cosas. Tenía una mirada que solía asustarnos. Hermana Maggy había continuado con mucho empeño y responsabilidad, el curso prebautismal y cuando llegó el tiempo de rendir la prueba que se tomaba al final, decidieron no pasarla por alto y resultó tener la mejor nota entre los veinticinco que habían perseverado. Se habían fijado los bautismos para el domingo primero de abril y el domingo veinticuatro de marzo, hermana Maggy tuvo la más grata de las sorpresas cuando el pastor Villegas anunció que ella, a pesar de no tener la edad mínima requerida por las regulaciones de la entidad, había completado el curso para ser llevada a las aguas del bautismo, destacándose su fidelidad, lo que había terminado por convencerlo de que no podían impedirle dar ese paso. Ella pegó un salto de alegría y durante unos minutos, volvió a ser la niña llena de vida que conocíamos antes de la tragedia. Luego, su alegría se convirtió en un llanto de sensaciones encontradas. Vino la hermana Priscila y la contuvo en un abrazo. De regreso a casa esa noche, teníamos la esperanza de que mamá cediera y asistiera el próximo domingo, pero el único que entendió la importancia que tenía el evento fue hermano Jaime. Regresaría por primera vez desde aquella asistencia familiar dominical, la semana en que todo había cambiado.
Continuación del cuento aquí
©18/06/12 MJP – San Carlos de Bariloche, Argentina
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